Galleta de capitán de la Legión

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Legión española  Oh capitán, mi capitán

Cerca de la Alameda de Ronda se cruzó con un alférez que iba con su uniforme nuevo de cadete de Academia, muy ufano, con su novia del brazo; y al cruzarse con él, y ver que el capitán no le saludaba y observar que no llevaba emblema alguno más que el de la Legión, el alférez se confundió y le llamó

El cartel de reclutamiento pidiendo voluntarios para la Legión decía: «Llegaréis a capitanes». Y algunos de los seducidos por la vía del guerrero también supieron de la frase de Millán Astray, fundador de Radio Nacional de España, cuando en pleno combate señaló el horizonte desde donde les tiroteaban los rifeños y dijo: «En esas colinas están los galones de sargento. Y detrás de ellas, los de teniente». La Tercera Bandera las asaltó como un tigre, quienes supieron de la hazaña y las promesas no lo dudaron y muchos acudieron a las filas del Tercio de Extranjeros. Y allí hicieron, o más bien rehicieron, sus vidas rotas por el devenir de la existencia y reconstruidas por el espíritu de la Legión.

Uno de esos capitanes era Oña, quien mandaba a mi compañía. Un hombre serio de uniforme impoluto, que se había alistado a la vez que el cabo Perdi, de voz cazallosa, y uno era capitán y el otro cabo, así es la elección de la desaparecida escala legionaria. El ascenso no siempre es lineal. Y las caídas son enormes. Pero vengo a hablar de otro capitán. Estaba encargado del vestuario. Fue quien salió extrañado cuando uno de sus legionarios le dijo que había un voluntario al que le habían entregado todo el uniforme verde sin problemas. Pero que no había ningún chapiri, el gorrillo legionario, de su talla. El capitán salió pegando zancadas y a mí me dejó sorprendido por el bigote de Groucho Marx que llevaba, que en su caso no era pintado, y los andares, que también parecía queimitaba. Con una agilidad impropia de lo que yo creía, entonces su edad escaló con rapidez por las estanterías metálicas del vestuario, que llegaban hasta un techo lejano, y accedió a una enorme caja superior, de donde extrajo un montón de chapiris, que entonces supe qué era, y me fue tirando uno tras otro. Y yo probándomelos hasta que dimos con uno de la talla 60, que era la mía, nada frecuente en las prendas de cabeza de la uniformidad legionaria: «no lo pierdas que de esos no hay muchos de esa talla», me advirtió. Todavía lo conservo.

Parche de capitán de La Legión

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Con el tiempo supe que ese capitán era querido por sus legionarios. Pues, aunque militar cien por cien, sabía darles vidilla y librarles de las iras de algunos cabos que se pensaban Escipión. El capitán aún recordaba que él había sido legionario como nosotros.

El Bici, que estaba en el archivo, con quien me unía y une una gran amistad, me comentó un día que el capitán tenía el valor reconocido en su expediente personal. Nos preguntamos dónde habría ganado esa distinción. En las ardientes Arenas de África: en Darriffien, en Ketama, en Ifni o en el Sáhara. El misterio quedó desvelado parcialmente cuando un día que vestimos de bonito, con guerrera y toda la pesca, vimos que sobre la manga de su uniforme lucía el escudo de la División Azul. Fue sobre la nieve donde consiguió revalidar su valor.

El capitán no era muy aficionado a ponerse las medallas e insignias que tenía, al estilo de Muñoz Grandes. De hecho, alguna vez salía con las prisas sin siquiera ponerse el parche de capitán sobre el pecho de su camisa y de ahí vino la siguiente historia. En una ocasión cerca de la Alameda de Ronda se cruzó con un alférez que iba con su uniforme nuevo de cadete de Academia, muy ufano, con su novia del brazo y al cruzarse con él y ver que el capitán no le saludaba y observar que no llevaba emblema alguno más que el de la Legión, el alférez se confundió y le llamó. El capitán acudió raudo. Y el joven le hizo ponerse firmes y como castigo por no haberle saludado le ordenó subir y bajar la escalera que bajaba la Alameda. Lo cual nuestro capitán hizo sin un mal gesto una y otra vez, mientras la novia pedía a su gallardo amigo que le dejara en paz. Cuando el alférez consideró suficiente el castigo y que había quedado como un señor poderoso ante su novia, suponía él, con ese señor mayor de gran bigote, ordenó que se detuviera. En ese momento el capitán abría el bolsillo de su camisa legionaria, sacó su galleta de capitán y se lo puso. Y se quedó mirando al alférez y luego se quedó mirando a la escalera sin palabras. Todos supieron lo que tenía que hacer. Sin acritud, que diría González. El capitán, cuando el alférez volvió a subir la escalera una única vez, le detuvo con un gesto y el alférez se cuadró, y le saludó. El capitán sonrió a la novia que apenas podía contener la risa. Tal era el capitán Ávila.

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