Crónicas Castizas
La gitanilla y el cabo primero Ibáñez
Tras su rudo aspecto de cabo primero de La Legión, que es lo que era, todo su ser, casi tenía corazón algunas veces, aunque se cuidaba mucho de que no se le viera ni por asomo, debía mantener el tipo y la leyenda, y no tan leyenda, de brutalidad que se había ganado a guantazos
Era chulo como un ocho, estirado, lucía un cierto aire de torero, tocado con un chapiri con la inclinación perfecta, ni exagerada, desafiando la gravedad como tantos, ni recta, cual si de una cúpula se tratara, como los oficiales pistolos, paradigmática forma de tocarse con el gorrillo legionario, sobre una masa de pelo blanco y abundante, algo más largo de lo reglamentario.
Las cejas negras en su rostro curtido y masculinamente serio, más resultón que feo pero sin ser un Apolo, pues sus rasgos eran adustos y rigurosos. Su cara estaba enmarcada por dos largas patillas de hacha perfectamente perfiladas. El uniforme planchado por él mismo, con mimo, bien puesto, perfecto, con los botones justos desabrochados, ni pocos ni muchos, el galón dorado de cabo primero relumbra en su pecho, un figurín de la imagen que debe ofrecer un legionario.
El cabo primero Ibáñez era instructor de reclutas. No tenía la masa corporal del cabo instructor Trinchón, encargado del voluntario hasta que el capitán Oña que le diera de alta en la compañía de fusiles. Trinchón daba miedo solo de verle, más aún si le oías con esa voz profunda de ballenas cantando, pero el primero Ibáñez inspiraba respeto, lo inspiraba y nos lo hacía respirar, era pura Legión.
Se te pegaba sin rozarte y con su tono inconfundible entre castizo madrileño orlado con andaluz te soltaba aquello mal pronunciado de «chavasss, chaval, que no te sabes la teórica, chavas», preludio previsible de un cachete, acaso aquí se le fuera la mano, rayo que no cesa, hacia tu cara, con el dorso duro, no con la palma humillante y te la cruzase tomando un poco de impulso porque el primero Ibáñez de lo único que andaba corto, además de compasión, era de estatura, lo notabas sólo cuando te corregía, pues de lo recto que iba y caminaba parecía hasta más alto.
Inmisericorde, había hostiado al legionario Ayllón, un Hércules que se fue a la policía, por no remangarse la camisa verde de forma reglamentaria. El legionario no podía hacerlo, tal era el grosor de sus brazos musculosos. Vamos, le dio de tortas por algo que era imposible corregir. Era temible. Él lo sabía y a nosotros no nos dejaba olvidarlo.
Los días feriados nuestro hombre se ponía de gala y entonces, junto al camello con las barras de servicio en Ifni y en el Sahara con la media luna, distintivo de permanencia, lucía una constelación de medallas ganadas a pulso donde silban las balas y no en una cuchipanda como algunos militares que salen alicatados de condecoraciones cual coroneles de Corea del Norte en un desfile en Pionyang, con medallas hasta los hombros sin haber hecho otra cosa que pisar moqueta. Todo eso tenía su reflejo el día de cobro y sus sobras eran abundantes por el tiempo de servicio y por las chapas pensionadas.
Lucía una constelación de medallas ganadas donde silban las balas y no como los alicatados de condecoraciones sin haber hecho otra cosa que pisar moqueta
Pero el primero Ibañez, tras su rudo aspecto de cabo primero de La Legión, que es lo que era, su ser, tenía corazón, algunas veces, aunque se cuidaba mucho de que no se le viera ni por asomo; debía mantener el tipo y la leyenda, y no tan leyenda, de brutalidad que se había ganado a guantazos.
Había un habitual de las celdas de la prevención, un gitano que cuando le daba la pájara, la férrea disciplina de La Legión es dura y no fácil de soportar, una vez al mes más o menos desertaba, más bien desaparecía, y se iba a ver a la familia, al municipio o al sindicato, vaya usted a saber. Como el coronel del Tercio, que tampoco era un mal tipo, consciente de lo que pasaba e incluso de lo que no, se resistía a mandarle preso a un castillo militar, que es el castigo previsto por desertar con el código de justicia en la mano, ordenaba que le metieran en el calabozo de la prevención cada vez que desaparecía, nunca más de una semana.
Era temible. Él lo sabía y a nosotros no nos dejaba olvidarlo
El caso es que una gitanilla muy joven, pero mucho, y tres churumbeles aparecieron por el cuartel legionario mientras estaba encerrado preguntando por el calé. El primero Ibáñez la escuchó y entendió la jerigonza en que contó atropelladamente esa muchacha su relato personal. Les dio cuartelillo, vidilla, y al final de la jornada de guardia, en el estadillo del día figuraban: seis legionarios de centinelas, un cabo primero, un brigada, una gitana y sus tres hijos.
Y todos comían del abundante y cálido rancho legionario, los niños lo devoraban, permitiendo Ibáñez una nueva violación del reglamento, dejando incluso a los cuatro entrar a ver al gitano, padre y marido, en el calabozo de la prevención, eso sí, poniendo un centinela en la puerta oteando para que el romaní no usara del matrimonio con la cañí en el calabozo sin recato alguno con los churumbeles delante, como pretendía con la frecuencia a que le impulsaba su juventud y la de ella.
Y la cosa se alargó durante semanas, hasta ser parte del paisaje habitual del cuartel la chica y sus tres niños comiendo, desayunando y merendando. Un día no volvieron. El gitano también había desaparecido y alguien dijo algo de haber visto a unos trashumantes. Y el primero Ibáñez nunca reconoció que los echaba de menos. Hay quien dice, alguno de los otros veteranos que salía de copas con Ibáñez tras el toque de oración, que es que nunca los echó de menos.
Para borrar cualquier resto de compasión, el primero Ibáñez preguntó a un recluta que para qué pagaban las sobras a los legionarios. El recluta, contento, creyendo saber la respuesta, contestó que esas pagas eran para ir al mesón y tomar cañas o vinos y para salir a comer de vez en cuando. El primero le susurró en voz baja y controlada, ¡el tono del peligro!, «las sobras son para que compres betún para las botas, abrillantador para las hebillas y un cuadernito para que apuntes lo que aprendes en las clases de teórica, si es que aprendes algo, zascandil». Le infló a tortas. Estaba contento con recuperar su estatus de bestia parda borrando las sonrisas a su paso y haciendo olvidar el episodio de la gitanilla y sus churumbeles.