Puesto de tiro legionario con ametralladora MGGM

Crónicas castizas | Ejército de Tierra  De sargentos legionarios

La leyenda decía que el sargento Roberto en el Sáhara, bajo el fuego de los insurrectos, había quitado el mando a un teniente recién salido de Zaragoza que había ordenado retirada y Roberto se lo impidió, pues hubieran caído todos bajo las balas moras

Roberto García había empapelado su piso con amarga paciencia usando las acciones y valores que le habían hecho rico antaño para arruinarle ahora. Y es que en ese presente apenas servían como papel pintado. Tras decorar así toda la casa marchó decidido al banderín de enganche de la Legión en Vallecas –no todo el mundo llegaba por mal de amores–, donde al verle entrar con un elegante terno de tres piezas perfectamente cortado a la medida, tras la preceptiva firma del contrato de alistamiento en el Tercio, le pusieron, inmisericordes, todo el día a barrer la acera para divertimento de los vallecanos y para «bajarle los humos» pensó el cabo del banderín.

Una vez alistado en la Legión, Roberto comenzó una carrera que le llevaría hasta los galones de sargento caballero legionario. Y así sería conocido en el tercio, como el sargento Roberto. Nosotros, los dacoit, esbirros de Fu Manchú, mote que nos puso a la banda de lejías amigos, el legionario Bici, para que no se enterase que hablábamos de él le llamábamos Mugabe, como aquel presidente que tuvo la desgraciada Zimbabue, Robert Mugabe.

El desayuno del sargento Roberto, que se lo hacía traer de un bar cercano, siempre consistía en lo mismo: un vaso de tubo lleno hasta arriba y un vaso pequeño. En el vaso pequeño había agua y en el vaso de tubo había anís chinchón seco. Con eso y con todo nunca le vimos ebrio.

Cuando salía de paseo, Roberto llevaba una gruesa cadena de oro al cuello y otra pulsera del mismo material y grosor. En la puerta ante la guardia presumía: cadena de oro, 100.000 pesetas; pulsera de oro, 60.000 pesetas; revólver del 22, 4.000 pesetas, y golpeaba la culata con la mano. Llevaba también un anillo con una moneda de oro engarzada, ya doblada del uso que hacía de él para castigar físicamente a los desobedientes.

La leyenda decía que el sargento Roberto en el Sáhara, bajo el fuego de los insurrectos, había quitado el mando a un teniente recién salido de Zaragoza que había ordenado retirada y Roberto se lo impidió, pues hubieran caído todos bajo las balas moras. Pero relevar a un oficial no era algo baladí y menos en combate, y aquello dejó huella en los archivos.

Era sabido que cuando Roberto entraba de guardia nadie dormía, pues una vez cubiertos los puestos, organizaba patrullas que iban de puesto a puesto, asegurándose que los centinelas permanecían despiertos toda la noche. Roberto era duro, muy duro. Aunque despertaba la confianza de la tropa. Pues en caso de entrar en combate, todos le queríamos como suboficial. En el banderín de enganche de la Subinspección de Leganés había una estatua de Marte en la entrada y se sabía que Roberto estaba de Guardia cuando la estatua del dios de la guerra estaba tocada con un gorro de sargento legionario, un chapiri, el suyo.

Roberto era un hombre culto. Escribía cartas llenas de ironía y sarcasmo a los periódicos protestando por esto y por aquello que habían publicado. Y utilizaba un florido lenguaje literario que demostraba que había tenido una educación muy por encima de la de su clase actual. Al final se le notaba, muy a su pesar, que tenía sentimientos cuando escribía poemas de José Ángel Buesa como este: «Pasarás por mi vida sin saber que pasaste, pasarás por mis sueños sin saber que al pasar fingiré una sonrisa como un dulce contraste, del dolor de quererte y jamás lo sabrás» y los dejaba abandonados sobre su mesa.

Tampoco era miedoso. En una ocasión le reprendía al mítico general Tomás Pallás Sierra, medalla militar individual y fundador de la Brigada Paracaidista, que le había ordenado buscar un expediente de un año y era de otro muy distinto. Diciéndole a voces y con chulería que chocheaba y que se había equivocado de año. Y la voz ronca de Pallás le seguía gritándole a Roberto: «¡Que te estás pasando!».

Otras veces nuestro sargento se paseaba por el patio con emblemas en forma de rombo rojo y blanco muy políticamente incorrectos, más como desafío que como declaración doctrinal, sobre el parche de suboficial. Ignoro si todo le importaba un ardid por carácter o porque ya tenía diagnosticado y fechado su pase al quinto tercio, con la novia de todos. Y no era sólo el rango lo que desafiaba. A un guineano que estaba de guardia en la puerta del Cuartel Principal, la Concepción, le decía: «Menudo misionero te has papeado esta mañana, no has dejado más que el salacot». Y ante las protestas del legionario africano de guardia, ordenaba al cabo que le relevara y arrestara por hablar en su puesto.

Pero Roberto, con ser peculiar, nunca llegó a los niveles de otro sargento de Caranchel, al que un día le dio el siroco, abandonó el puesto de guardia llevándose el subfusil Star y se instaló en la ventana de su casa con el arma en ristre, y cuando quisieron enviar a la guardia a buscarle, el cabo Arsenio contestó con buen juicio que para detener a un sargento hacía falta alguien de graduación superior y no era el caso. Pero como sigamos hablando de sargentos no acabamos nunca.