Un solo gol
Hace mucho tiempo me dije dos cosas, que no volvería ver un partido de fútbol en un estadio y a una cofradía más allá desde la distancia justa de la indiferencia
En muy contadas ocasiones en la vida, un escalofrío te recorre y te dejas llevar por él. Hace mucho tiempo me dije dos cosas, que no volvería ver un partido de fútbol en un estadio y a una cofradía más allá desde la distancia justa de la indiferencia.
La segunda la he cumplido hasta el momento, la primera se ha hecho añicos con un solo gol. No será el mejor de los que ha marcado y, puede, que al final del campeonato solo sea un recuerdo de lo que nos hizo felices. Pero esto último es lo más importante, ser feliz viendo un balón rodar.
Reconozco que me gusta más un partido de fútbol que comer con los dedos y que me sentí en plenitud con el Barça de Guardiola. Aquello era otra historia y, entre tanto, yo vivía la propia de un Córdoba que sufría hasta el extremo por ganar cada partido.
Aquello era la pasión sin medida de cada dos domingos, o viernes, o sábado. Todo pasaba a un segundo plano cuando el balón corría por el césped y disfrutaba de lo que más me gustaba al lado de mi hermano. Aquel equipo me hacía feliz hasta cuando perdía, hasta cuando la Copa molaba y pude ver jugar a Xavi sobre el verde del Arcángel.
Luego todo fue cambiando progresivamente y ahora llaman al campo el reino y lo hacen como el busca su patria perdida entre el cuero y la elástica. Decidí que no iría más, que lo vería desde casa, con la distancia justa de quien analiza. Y, de repente, un tipo de La Rambla marca un gol y las 18.000 almas rugen. Entonces todo se quiebra sin pedir permiso y olvidas lo que te prometiste, porque el fútbol es justo eso, una emoción en un momento puntual que te lo revuelve todo y lo cambia para siempre.