De buenos vasallos y...
I.- A veces, sin saber por qué, la recordaba , y su recuerdo le cruzaba por la mente como el vuelo de un zorzal entre los matorrales: inaprehensible, entrevisto y fugaz. Y él, en vez de regodearse en el recuerdo, lo eliminaba, porque sabía que, entre ellos, hace muchos años, cuando la juventud iluminaba sus vidas, pudo haber habido algo más que una amistad. Pero no lo hubo. Y no quería traer fantasmas del pasado y resucitar historias inconclusas . Y es que, luego, sus vidas tomaron direcciones distintas. Y ahora, visto en perspectiva, con la sabiduría que da el paso de los años, se alegraba: aquello no hubiera funcionado. Ella era idealista y pugnaz, algo soñadora. Y valiente; él, por el contrario, pragmático, acomodaticio y un punto aburguesado.
En lo que coincidían era en su pasión por la poesía. Y mientras sus amigos hablaban y tatareaban canciones de moda o fumaban compulsivamente, ellos solían retarse en batallas absurdas. Así, cuando les sorprendía el amanecer entre copas, ella recitaba :
- “ Temprano madrugó la madrugada “.
Y él debía continuar el poema de Miguel Hernández y decía :
- “ Temprano estás rodando por el suelo “.
Y cómica y escandalosamente se dejaba caer sobre la moqueta del pub, para luego levantarse y abrazarla y besarla entre risas y versos .
También recordaba aquel lluvioso jueves, en el viaje de fin de curso, en Paris: estaban arrecidos y alocados, borrachos de vino caliente y especiado. Él inició el poema de César Vallejo:
- “ Me moriré en Paris con aguacero “.
Y ella continuó :
- “ Un día del que ya tengo el recuerdo, me moriré en Paris..."
Y siguió de corrido diciendo el poema hasta rematarlo con los últimos versos : “ son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos “ ante la admiración de algunos compañeros y la jocundia de los más.
Algún amigo susurró:
- Acabaran juntos. Los dos son imbéciles…
- Pues sí.
II.- Se reencontraron en el entierro de un amigo común: no era el lugar más propicio, pero las cosas son como son y la muerte, es sabido, ni espera ni se adelanta. Hacía frío en el invierno pero el día era luminoso y el sol, por momentos, templaba los ánimos y hacía que el trance de la despedida definitiva fuera menos doloroso.
Ella se le acercó y, al verlo compungido, le susurró:
- Hay que colaborar con lo inevitable.
Y sonrió.
Se abrazaron.
Hacía al menos diez años que no se veían. O, tal vez, más: el tiempo es como una liebre en carrera y pasa tan rápido que a veces confunde y no puede mensurarse.
En las cumbres de los cipreses del cementerio se cimbreaban los tordos y un cura, también enlutado como los tordos, rezaba las últimas oraciones.
III.- Después del funeral, tan pronto cumplieron con las necesarias cortesías, se marotearon y se recogieron en un rincón del bar del pueblo, al abrigo de miradas de la gente. Pidieron dos cafés bien calientes: había que templar el cuerpo y el alma. El habló de su vida: una sucesión de acontecimientos previsibles, que le situaban en una cómoda posición. Prosaica, sí, pero agradable. Una vida sin dientes de sierra, tal vez sin grandes argumentos, pero con bastante bienestar.
Ella preguntó:
- ¿ Y los sueños de juventud ? Aquello de luchar por ideales, aquello de cambiar el mundo…
El tomó su sorbo de café. Susurró:
- El café es medicina santa.
Y luego :
- Cambiar el mundo, cambiar el mundo…Yo me conformo ya con que el mundo no me cambie a mí.
Y un extraño silencio cruzó entre ambos y él, fugazmente, sintió el fogonazo de la vergüenza.
IV.- Ella habló de sí misma, de su pasado, de su historia. Y de cómo sus convicciones apenas habían cambiado, después de tanto tiempo, después de tanta vida vivida:
- Aún sigo pensando que el futuro lo escriben los poetas y los soñadores…Pero: ¿ qué pasará cuando ya no queden ni poetas ni soñadores ?
Luego le contó de todos sus años trabajando para una institución benéfica, con ramificaciones por todo el mundo. De los peligros corridos, de sus renuncias y sacrificios, pero, sobre todo, de sus satisfacciones, del bien que había hecho y del mal que había evitado. De que el mundo, o algunos mundos, habían mejorado un poco, muy poco tal vez, pero algo, con su trabajo, con su dedicación. Con la entrega de su tiempo…
Pero hablaba en pasado y él reparó en ello. Cuando le preguntó que qué hacia ahora, una neblina de tristeza remusgó sus ojos verdes y su mirada quedó opaca, como un charco sucio.
- Ahora nada; ha habido cambios y ya no estoy trabajando para la Institución. Me han desplazado. Hay veces que las cosas no se reconocen. Parece que hacer las cosas bien y tener razón, no es razón suficiente…
Y, por segunda vez en muy poco tiempo, un extraño silencio cruzó entre ambos y él, fugazmente, sintió de nuevo vergüenza y, súbitamente, también sintió rabia, rebelión ante la injusticia y se le agolparon los recuerdos de juventud y ese amor o esa pasión o lo que fuera, le prendió como una llamarada que se empendolaba en sus adentros y que le movía a clamar verdades, verdades de poeta y de soñador. Y quiso volver al pasado , pero entonces no le vinieron a la mente ni Miguel Hernández, ni Cesar Vallejo, ni otros poetas cuyos versos había compartido con ella.
No. Le vino a la mente un anónimo. Alguien desconocido. Alguien a quien nadie reconoció la gloria. Un sabio. En suma, le vino la voz del pueblo. Del pueblo sabio. De la gente común. De la gente que madruga. De los que trabajan y cosechan la ingratitud. Y él dijo, recordando ahora el cantar de Mío Cid :
- “ Y de los labios de todos, sale la misma razón “.
Y ella continuó:
- “ ¡ Qué buen vasallo sería, si tuviera buen señor “.
Salieron. El sol alumbraba desde las cumbres del cielo y, en contra de lo que pensaban, los vientos se había recogido, la orilla estaba caldeada y no hacía frío.