Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Lo que nos queda

«Aún podemos formar una familia, criar hijos, tener perros y gatos, levantar un hogar fuera del tráfago y la inmundicia»

Actualizada 05:05

Acaba de escribir Enrique García-Máiquez que el wokismo ya funciona solo, tal motor autotélico, como virus que se reproduce espontáneamente en cada cerebro disponible; que nosotros mismos, al cooperar, nos endosamos las orejas de burro, buscamos molinos de viento a los que embestir, nos esmeramos para ser más clónicos, simiescos y políticamente correctos que nadie. Bueno, él no lo dice así, de manera que la extensión argumental es exabrupto mío. Pretendo decir que lo que fue delirio se trocó en moda, después conquistó la epigenética y hoy está a punto de erigirse en religión mundial. Coincide ello con el dato de que Soros y su trama se disponen a desinvertir en Europa, habiendo comprobado que gobiernos y ciudadanos ya practican lo que él les enseñó a hacer sin tener que soltarles más dinero. ¡Cuántos plumillas del listado deberán buscar amos distintos!

Ciertamente llevamos medio siglo cortejando nuestra degeneración biológica, intelectual y moral. Todavía en los sesenta precisábamos drogas para emular a Rimbaud y desatar el cotizado desarreglo de los sentidos al objeto de ponernos ciegos, sentirnos revolucionarios, considerarnos geniales. Hoy nos «colocamos» sin sustancias, porque nuestras neuronas están colonizadas por ese adanismo ansiado, consentido y alcanzado. Siendo perrunamente obedientes, reeditamos al desmemoriado homo sovieticus. Cierto que ya Étienne de la Boétie, el joven amigo llorado por Montaigne, tuvo la perspicacia de hablar de la servidumbre voluntaria hace cinco siglos, mucho antes de que Immanuel Kant definiera la Ilustración como el despertar del hombre de una minoría de edad autoimpuesta.

En verdad no tiene mérito darse cuenta a estas alturas de que el ideario ilustrado, lo mismo que el cacareado pensamiento liberal, suponen un brindis al sol, un espejismo bienintencionado, una tontada reñida con la naturaleza humana y las realidades del mundo. Si hay evolución, es hacia estadios más maquinales y amaestrados de la inteligencia humana, a modalidades más cínicas e inmorales de conducta. El avance –si dejamos de lado la sociología del ámbito más borreguil-- ha sido en listeza, no en sabiduría; en ombliguismo malicioso, no en logro espiritual.

Apelar a las instituciones es como confiar en la música o en la letra de las leyes. ¿Y los reglamentos, que decía Romanones? ¿Y su aplicación? De creer lo visto en una vieja cinta como Serpico, basada en hechos auténticos, un policía honrado no cabe en el cuerpo. Por idénticos caminos, un juez decente tendría vedada la judicatura, un político sin corromper no accedería a la política, un catedrático serio carecería de sitio en la universidad o un periodista veraz sería incompatible con los medios. Así que, ¿qué nos queda?

Nos queda lo esencial para ser felices, en privado. Aún podemos formar una familia, criar hijos, tener perros y gatos, levantar un hogar fuera del tráfago y la inmundicia. La opción benedictina. Los libros de segunda mano están más baratos que nunca, y brindan cuanto merece averiguarse. Hay cine y música anteriores al pienso que hoy expenden, paisajes amenos, amigos que escuchar, personas afligidas a las que ofrecer compañía. No faltan empeños gratificantes.

Mientras observamos por el rabillo del ojo a los globalistas y a sus sombríos mayordomos, atesoramos el legado de los antepasados, mientras no hayan conseguido extirparlo. Apenas quieren cancelarnos a nosotros, a medio plazo, cuando ya no seamos útiles, mas no persiguen matar el planeta, porque les agrada disfrutarlo. Son humanos y, por ello, previsibles. Recuerdan a los totalitarios de los años treinta, en plan postmoderno. Les atrae menos que a aquellos la casquería, y prefieren el control aséptico. Pero no son menos deletéreos y, como el toro toreado, aprenden. Nuestro deber es estudiarlos, impugnarlos, truncar su designio. De quienes no cabe esperar nada es de lo que antaño llamaban fuerzas vivas: ese sector ha demostrado una inacción imperdonable. No encontraremos en España, salvo excepciones, a alguien menos fiable que dichos personajes relevantes y acaudalados. Quienes podrían haber hecho mucho, nada hacen, porque son egoístas y abúlicos. Lo mismo que en Alemania besaron el suelo que sustentaba el avance del mal, a cambio de seguridad, se inclinan hoy ante Sánchez, Yolanda o el perroflauta podemita. Ningún impulso patriótico llevan dentro.

Podemos contribuir a defender cuanto es sobrio y valioso. Sin necesidad de pelearnos con los sátrapas, sino eludiendo su toxicidad, sonriendo para confundirlos, pensando por cuenta propia, con humildad, sigilo y criterio. No es necesario perder tiempo en los medios de comunicación o en las redes sociales, fuera del imprescindible para averiguar lo que pretenden que creamos, y afianzar opiniones mejores. Discriminar, discernir, cribar, sopesar, analizar, los recursos antiguos, son instrumentos de aprendizaje, de goce estético y progreso moral. Solo los torpes son reactivos, entran al trapo, juegan al juego impuesto. El hombre y la mujer íntegros, sanamente constituidos, son autónomos, dueños de sus decisiones, criaturas soberanas. Demostremos el movimiento andando, como cuando cruzamos el Estrecho de Bering. Somos caminantes, como Antonio Machado y León Felipe, dos españoles rectos, pioneros y leales a una visión superior.

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