Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Por qué

Actualizada 05:00

El cinismo y el fanatismo maridan a las mil maravillas, como una sabrosa naranja de Palma del Río y unas migas de bacalao islandés como Dios manda. Aunque por gusto y procedencia sean disímiles, se combinan y potencian con primor. No hay ejemplo más actual de esa confluencia que el presente empeño en arrasar la agricultura, la ganadería y la pesca europeas; tal vez, progresivamente, las del planeta. Los globalistas ven en ello su negocio, amén de un instrumento para someter a la población y avanzar en su agenda de exterminio, acariciando esa cifra mítica de los quinientos millones de habitantes esculpida en las «Georgia Guidestones» como ansiado tope para su solución final.

La izquierda radical, que dice ansiar lo que sus secuaces llaman «igualdad», esto es, la extirpación de toda individualidad, la estabulación poblacional y una autocracia férrea que reprima cualquier disidencia, aprecia una oportunidad inesperada para salirse con la suya tras el fiasco del comunismo soviético, la caída del muro de Berlín y la repulsa unánime al estalinismo y el fascismo, que tanto colaboraron en tiempos y tanto aprendieran uno del otro, copiándose la estética, el odio a la meritocracia, los campos de concentración, la saña asesina y el colectivismo expansivo. Claro que, tratándose de locos, siempre podrá haber uno que sobrepase en demencia al otro y acabe traicionándolo, tal acaeció con la Operación Barbarroja. El burlado Padrecito se llevó tal disgusto con la deslealtad de su amigo alemán, que pasó largas jornadas mudo, paralizado, sin avistar cómo iba a digerir el desengaño.

¿Conseguirá el señor Gates rentabilizar sus inmensos latifundios, y que quienes sobrevivan a la próxima oleada de pandemias y vacunas se habitúen obligados al forraje sintético fabricado por su monopolio en impresoras de 3D? Ni que decir tiene que bajo ese régimen de monocultivo, una especie de OMS como la que ya mangonea (de capital tan privado como el Foro de Davos o Pfizer), pero a lo grande, la gracia no solo estribará en la regulación de suministros y precios, sino en los aditivos que le pete incorporar, naturalmente por nuestro bien, dado el altruismo proverbial del filántropo.

¿Volverán el marisco y el lomo de buey a convertirse en menú reservado con exclusividad a los supermillonarios y los gobernantes que conforman su fiel servidumbre, mientras las hormigas esclavas degluten el sórdido rancho que les ha sido destinado? Millones de cabezas de chorlito, los llamados progres, que no figuran entre los elegidos para multiplicarse en el futuro ni dejar su impronta en la humanidad –excepto en la poblada historia de la estupidez descrita por Carlo Maria Cipolla--, están convencidos de que van a «reparar» el clima y «salvar» la tierra de supuestos males, a base de proscribir la existencia del sector primario y convertir la naturaleza en esa vastedad hostil, enemiga del hombre, que hubiese en eras previas a la agricultura y la ganadería, hace doce mil años.

Sobre el clima es dudoso que estos cantamañanas vayan a ejercer la menor influencia, imponiendo su pueril capricho a las fuerzas telúricas, los ciclos del sol y los avatares del cosmos. No es que importe demasiado, porque ni ellos ni descendientes suyos estarán ahí para confirmar si la temperatura ha subido o no un grado y medio en virtud de que coman sardinas o gusanos, o haya vacas aquejadas de meteorismo tirándose algún cuesco. En lo que sí se verán satisfechas sus apetencias y manías, en cambio –caso de llevarse el gato al agua--, será en la erradicación de la propiedad privada en lo tocante a la gente normal. Vetar la autodeterminación de las personas, restringir su movilidad a una cuadrícula y pisotear la más humilde libertad estará a su alcance si cuaja el matrimonio entre plutocracia y comunismo. No es impensable, ciertamente, que con su descerebrada matraca logren erradicar el capitalismo. Precisamente el capitalismo, que en apenas dos siglos y medio elevó el nivel de calidad de la vida humana en un porcentaje estratosférico, solo con poner en práctica, con el concurso de la revolución industrial, el pensamiento de nuestro obispo Diego de Covarrubias, egregio antecesor de Adam Smith.

Es natural que la gran batalla contra las mafias globalista y socialista se empiece a librar en el campo. Fuimos cazadores y pescadores, y después granjeros. Dan fe de ello las altas culturas de la antigüedad, del Egipto de hace cuatro milenios al judaísmo y cristianismo primitivos, sin olvidar Mesopotamia y Grecia. Lo que persiguen estos pajarracos zurdos, que diría Milei, es revertir el trayecto de la historia humana, fantasear con un adanismo de matones, una distopía proterozoica, una melonada. A los globalistas, que al menos actúan bajo un plan al mover sus marionetas con malicia, les viene de perlas disponer de dicho aluvión de memos, iluminados y envidiosos. Qué mejor ahorcado que el que se elabora su propia soga y se la ajusta al gaznate. Impulsar el programa de las élites a cambio de nada, por un delirio infantil, es para nota.

Los primeros líderes soviéticos tenían claro que su prioridad era fulminar a los kulaks, esos antiguos siervos que Alejandro II había convertido en propietarios. No tuvieron más remedio que asesinarlos a millones, como con el Holodomor de Ucrania, porque nada hay más valeroso y terco que un sencillo hortelano, apegado a su tierra. Nadie más conservador y conservacionista que un labrador, un ganadero, un cazador, alguien tradicional y cuerdo, dueño de su destino y amante de los animales, los ríos y las plantas, que respeta y cuida el entorno rural en el que vive. Ahora el objetivo es eliminar, desde otra burocracia genocida, el gesto más noble y antiguo del hombre: el de superar el nomadismo alimentario, talar un claro en el bosque, ponerse a arar la tierra, domesticar bestias salvajes y brindar a sus familias una dieta más sana y menos azarosa.

Es chusco que la ofuscación de izquierdas interprete la destrucción de embalses y explotaciones agrícolas como un «avance», apto para desmantelar el trabajo, la producción, la iniciativa privada, el mercado y, en fin, el liberalismo emprendedor. Los mismos que se disponen a desatar hambrunas comparables a las que generara Mao Tse-Tung son quienes denuncian el, según ellos, clamoroso problema de la «gordofobia», animando a sus adeptos a mimar sus adiposidades, a base de sofá y televisor, como algo merecedor de elogio, tan digno de «orgullo» como las disforias y desviaciones de diversa laya. ¿No saben que el sobrepeso es dañino, que la obesidad mórbida mata? ¿Para qué fomentarla? ¿Por rascar votos inventando nuevos agraviados? Pues nada, también en esto quieren ayudar al globalismo a reducir población por la vía expeditiva, mediante engorde voluntario y entusiasta. Son la monda. Es obvio que, sin los fanáticos, los cínicos lo tendrían más difícil.

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