Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

La enfermedad romántica

Reciente avatar de tanta payasada es la tropa podemita, hoy subcontratada por Davos

Actualizada 05:05

En más de un sentido, Rousseau inventa el romanticismo. Ese influencer multimillonario que, según engendra hijos, va mandándolos al hospicio. El que establece el sentimentalismo como instancia suprema de verdad. Quien entroniza el subjetivismo caprichoso, por considerar que Dios apenas es la interioridad de uno mismo, un mero reflejo del ego narcisista. La idea del amor romántico es una de las más desgraciadas concebidas jamás. El poeta Shelley lo ejemplifica: véanse su panfleto sobre la necesidad del ateísmo, los niños abandonados que va dejando, su comunismo caviar. Marca la pauta a toda una juventud desquiciada, lanzada a causas políticas onfálicas y fantasiosas. De ahí brotan los nihilistas rusos, los demonios de Dostoievski, ese Josu Ternera a modo de versión rupestre de Seguéi Necháyev. Su crueldad vesánica va uncida al tópico de la bondad innata del ser humano –siempre que pertenezca a tu rebaño--, porque el buen salvaje, que son ellos, posee derecho irrestricto a la impunidad.

El hombre competente, instruido y legal, en cambio, se identifica con el enemigo mortal de dichos iluminados. Es comprensible. Si la naturaleza montaraz y los instintos desbocados encarnan la bondad, entonces la civilización y la alta cultura suponen la barbarie. Todo está invertido, como en el idiolecto orwelliano del estalinista. Así, el infantilismo es madurez. Cualquier gansada dadaísta supera al Museo del Prado. Y el terrorismo, la extorsión y el pillaje son la expresión máxima del refinamiento moral.

Los baby boomers que son jóvenes en el 68 abonan el posmodernismo de lo woke. No han estado en guerras civiles o mundiales, detestan a unos padres que los mimaran sin tasa, ignoran la privación o el sacrificio y arden en deseos de armar bronca. Se desmelenan en el mayo parisino, en Berkeley, en Tlatelolco y otros escenarios, poseídos por un mesianismo jaranero, nacido del adanismo pueril. Para compensar su falta de cultura, urden felices la contracultura, que induce a Susan Sontag a abogar –en su celebérrimo libro Contra la interpretación—por «un nuevo barbarismo». Émulos caricaturescos de Rimbaud, viven a costa de papá y se consideran la repera. Disfrutan de las promiscuidades derivadas de la píldora anticonceptiva, acudiendo al aborto cuando ha habido despiste, mientras opinan que Engels acertó al decretar «la muerte de la familia». La vida es parrandera. Un Charlie Manson o un Jim Jones se los llevan de calle.

¡Hay tantas drogas por probar! ¡Cómo tornan la propia irrelevancia en heroísmo! El marxismo de Marcuse y compañía está diseñado para ellos, criaturas acomodadas que buscan emociones fuertes, pretendiendo vivir de los demás sin hacer ni el huevo. Los trabajadores de la Renault, al calarlos, rehúyen con indignación a estos niñatos bisoños, y la antipatía mutua es instantánea. ¡Qué burdos son los obreretes! Así que los jóvenes radicales, siempre cursis, denuncian por carca a la Unión Soviética, y se pasan al Libro Rojo de Mao, al Libro Verde de Gadafi, al trotskismo o a cuanto extremismo fetén les pete. Viva la revolución.

Con ellos, el arte pasa a ser antiarte, la universidad unos muros blancos que enguarrar. Reniegan del orden y de la inteligencia, abogando por un presentismo apocalíptico. Todo ello, claro, sin dejar de estar integrados en las redes de protección social generadas por sus mayores. Se proclaman anarquistas, siendo tediosamente clónicos. Dicen renegar del capitalismo (al que luego llamarán neoliberalismo), pero les gusta el lujo tanto como a Rafael Alberti, instalado durante la guerra en el madrileño Palacio de Zabálburu, para ponerse los trajes del marqués de Heredia-Spínola, beberse sus vinos y hacer fiestas. Cuando nuestros hippies tienen hijos, fabrican desgraciados, destinados a morir suicidados, alcohólicos o de sobredosis. Aunque ellos no se inmutan. Hállanse en posesión de la razón, flotando en un mar salobre de soberbia. Cuando sabios como Adorno, el gran musicólogo y filósofo, que los había elegido para sustituir al proletariado como sujeto revolucionario, se puso a arengarlos, se chotearon. Y el perplejo marxista salió huyendo, para morir de amargura al poco.

Reciente avatar de tanta payasada es la tropa podemita, hoy subcontratada por Davos. Sus patochadas sobre la sexualidad, los animales, la propiedad, el clima o el islam afloran en los aspavientos monjiles de Fernández Rubiño ante el temperamental Ortega Smith. Menudo papelón el del señor Almeida con sus melindres escandalizados, comparables a la protección maternal que, en gesto reflejo, le brindase al falso agredido Rita Maestre. La que interrumpió una misa católica para provocar a los fieles mediante la exhibición de sus glándulas mamarias, amenazando con quemarlos vivos «como en el 36».

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