Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

A vueltas con la superpoblación

Actualizada 05:00

¿Es el globalismo menos exterminador que el fascismo o el comunismo, las dos pesadillas de ambición universal más truculentas de los dos últimos siglos? Si leninistas y nacionalsocialistas sintieron en sus fases iniciales una morbosa atracción mutua, llegando a percibirse como las dos caras de una misma cirugía social, se entiende que el globalismo, nacido tras la Segunda Guerra Mundial buscando reorientar los fracasos de esos obvios precedentes, quiera imitar el objetivo central que persiguieran, el de diseñar un planeta homogéneo y jerárquico a su antojo, omitiendo errores previos. Que no quede un centímetro cúbico ajeno a su control, ni escape un pececillo de la red. A la tercera va la vencida.

En su auxilio vuelve a tirar de la tecnología, que ya fuera decisiva para imprimir exhaustividad a aquellos totalitarismos. Esa impregnación radical de las masas. Mecanismos de monitorización más avanzados abren posibilidades más completas. El reto de eliminar a los sujetos desafectos o sobrantes mientras se asegura la sumisión del resto es común a los tres movimientos, aunque los objetivos del último posean mayor fuste, toda vez que ansían topar la población terrícola por debajo de quinientos millones, pongamos en un cinco por ciento de los actuales. Profundizaremos en ello en otro artículo, no se impaciente el lector sagaz.

Ah, ¿que no se lo cree usted? ¿Que le parece una memez «conspiranoica»? La inmensa mayoría de quienes creyeron en Hitler o en Stalin no estaban menos conformes con su suerte que quienes en España hacen los coros a las sucursales globalistas. Casi todos los humanos hallan comodidad al calor de algún rebaño, repitiendo consignas oficiales, por mucho que les hagas ver que su destino, junto al obediente balar, es acabar en caldereta. Por su sosiego ven preferible ignorarlo, adoptar pose ingenua, dejarse confinar en un cubículo, vacunarse con fervor. Les agrada entregarse, cual niños confiados, a la autoridad.

Seamos serios. ¿Está en verdad superpoblada la tierra? Si se echan números –los cálculos son de Dean W. Arnold--, los casi 8.000 millones de personas actuales tocarían a dos hectáreas de terreno por persona. Si reducimos dicho espacio al suelo fértil y productivo, aún le caería una finquita de 2.000 metros cuadrados a cada ser vivo. Si pensamos en dividir esa población mundial en familias de cuatro, todos los individuos del planeta cabrían en el Estado de Texas, pudiendo disponer de una gran casa con jardín por unidad familiar. Y, en fin, si dejáramos un metro de separación entre cada uno de esos 8.000 millones, entrarían todos en una ciudad como Jacksonville, Florida.

En lo que concierne a la producción de alimentos, es evidente que cada vez hemos venido obteniendo más con menor extensión y menos recursos; como, en lo tocante al agua, no hay más que contemplar los mares que constituyen el grueso de la superficie del planeta. Con las técnicas existentes, ¿nos tenemos que morir de sed? Pregúntesele a Israel, que transmutó el desierto en vergel.

Así que lo que se dirime es otra cosa, una lucha de clases a la inversa. Es decir, el propósito de constreñir la humanidad a una oligarquía o aristocracia, que se valga de la robótica y la inteligencia artificial para las tareas esenciales, y apenas requiera un mínimo contingente de humanos –conseguidos por clonación, antes que por reproducción sexual-- para determinados menesteres ancilares.

No cuesta advertir que los promotores del proyecto llevan bien asidas las riendas, de momento. Han comprado la cooperación entusiasta de gobiernos, plumillas, artistas e intelectuales, sin que acuse merma su solvencia financiera. Eludiendo la torpeza de dictaduras precedentes, han tenido la presciencia de ejecutar una meditada labor educativa, ganándose sin violencia el asentimiento tácito de esas muchedumbres destinadas a ser carne de sacrificio. Que si reparar el planeta, que si el clima, etcétera. Sin duda, un salto cualitativo respecto a sus hermanos mayores, tan toscos y sanguinarios.

La cortedad de miras y la estulticia se han expandido en nuestra especie conforme la televisión y la sobredosis calórica nos han convertido en ectoplasmas de sofá, en receptores digitales de la propaganda. La falta de madurez cunde gracias al confort, la dependencia, la ensoñación y la abulia. La responsabilidad es por supuesto nuestra, por dejar hacer a quienes tienen desde hace décadas fijado el desenlace. Quien consiente, la nueva mayoría silenciosa que confunde progreso con enajenación, pagará con su aniquilamiento.

Por lo demás, y si miramos a Europa, nuestro suicidio se consumó hace tiempo. Todavía no queremos saber que hemos renunciado al uso del cerebro. Cuando el dedo señala a la luna, nos atrae el dedo. Cierto, aún no hemos olvidado cómo atarnos los zapatos o hacia dónde girar el grifo al abrir o cerrar. Pero en breve será materia troncal en la universidad. La aptitud de realizar proyecciones demográficas que, hace dos siglos, una criatura de diez años habría resuelto en cinco minutos, se nos antoja arcana. No nos enteramos de que esta Europa, que a comienzos del siglo XX contaba con más habitantes que China, se esfumará culturalmente en una generación o dos, para ser indubitable pasto del islam.

El cristianismo, la libertad de pensamiento y la sexualidad procreadora no van a desaparecer a corto plazo, pues proseguirán en África o Hispanoamérica, resistiendo a las zarpas del marxismo, la distopía genital y los banqueros de Davos. Aquellas nobles gentes sí han interiorizado la doctrina del amor, la decencia y la oposición al antinatalismo de Schwab, Gates y sus cuadrillas de progres. Solo en ese entorno puede sobrevivir la religiosidad tradicional, refundando el humanismo.

¡Ya nos podríamos haber ahorrado los sudores de Las Navas de Tolosa, Carlos Martel, las Cruzadas, Lepanto o Eugenio de Saboya! El moro, gracias al comunismo, el socialismo, lo políticamente correcto, la Agenda 2030 y nuestra derecha woke, tiene el campo expedito. No se limitará a quedarse con el fútbol. Es también la antesala del cadalso para Dante, Erasmo, Cervantes, Goethe o Tchaikovsky. Y para nosotros, sus dolientes deudos.

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