Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Psicopatología de la vida cotidiana (I)

Actualizada 05:00

¿Hasta qué punto posee el psicópata conciencia de la sensibilidad ajena? ¿Intuye su existencia mientras la desprecia? Si es así, su actitud comporta egoísmo amoral, mezquindad, arrogancia, desamor e insaciable afición al abuso. Concurre dicha idiosincrasia con un narcisismo mórbido y una vanidad miope. Sin embargo, ¿denotan tales rasgos una creencia sincera en la propia superioridad? ¿O es antes bien férrea impostura? Si el psicópata flota cual corcho insumergible sobre un océano de rencor, obcecado en vengarse de su entorno, es obvio que esa conducta no nace de la fortaleza. Un individuo sano no conoce el resentimiento ni la envidia. No le nutren como estímulos vitales. Tampoco siente placer al humillar a los demás. El psicópata, en cambio, arrastra una herida incurable. Tara que, no nos confundamos, merece la misma indulgencia que la pulsión del asesino en serie o la lujuria del violador compulsivo. Toda vez que sus acciones, inmunes al arrepentimiento, brotan de un antojo de cuyo disfrute se niega a prescindir.

A todo esto: ¿no gusta el progresismo de «desmedicalizar» las anormalidades más extravagantes, según predica la nueva normalidad? Parece una contradicción flagrante que la principal excepción que se permite, a la hora de «psiquiatrizar» --y por tanto librar de responsabilidad-- a los perpetradores más abyectos, sean las acciones sádicas, viles y criminales. Esto sí que es jugar con dos barajas, y poner el mundo patas arriba. Así que una anoréxica es una «enferma», porque tiene una percepción errónea. Pero un niño cuyos padres lo inducen a castrarse y hormonarse, ese no. Ese ejerce un «derecho» basado en una percepción correcta.

Retomando el hilo de la psicopatía: no nos dejemos engañar por los despliegues histriónicos. Preparan la alharaca del rufián cuando se halla con la sartén por el mango, el festín del llorón tras haber juntado sus despechos y mañas, proveyéndose de un portaviones para el resarcimiento. Son sus armas predilectas para abrirse camino el victimismo untuoso, los infundios o las medias verdades, la exigencia de homología entre mérito y desdoro (para echar de comer al igualitarismo) o la verborrea revanchista de tantísimo paladín de los afligidos. ¡Cómo gozan estos totalitarios, teniendo a éstos uncidos a su paternalismo! Cuanto se enfrenta a aquéllos es declarado ipso facto «de extrema derecha».

Oscar Uceda, un perspicaz historiador ilerdense, de valentía suicida, nos acaba de regalar un libro providencial: Cataluña, la historia que no fue (Barcelona: Espasa, 2023). Valiéndose de un formato tan compacto como asequible, aunque sustentado sobre una extensa bibliografía bastante atinada y completa, el autor nos describe con objetividad y documentado pormenor el huevo de la serpiente, léase la filogénesis del supremacismo catalán, ilustrando de dónde arranca el estado de obnubilación que hoy aqueja a cerca de media ciudadanía de aquel territorio. Y que además, para sorpresa mayúscula de cualquier cabeza cuerda, contraviniendo toda ética y toda estética, cuenta con el grotesco aval del gobierno español, de nuestra mal llamada intelectualidad y de un mundillo universitario indigno de ocupar las suculentas poltronas que detenta.

Todo se compra y se vende, claro. Pero ¿hasta tamaña sima de grosería y corrupción, con esa desfachatez? Lo más chocarrero es, sin dudar, el contraste escandaloso entre la antigüedad milenaria atribuida por sus acólitos al catalanismo y la endeble bisoñez de un artilugio ortopédico inventado en pocas décadas. Contraviniendo la más mínima solvencia historiográfica y sustituyendo la altura profesional del gran Jaume Vicens Vives no solo por las bufonadas de Jordi Bilbeny y su bien financiado Institut Nova Història, sino por un nutrido ejército de catedráticos universitarios ad hoc juramentados para brindar sostén a delirios como el Museu d´Història de Catalunya. Allí se sostiene, apriétense los machos, que el europeo más antiguo es un catalán, que vivió 450.000 años antes de Cristo. La Ahnenerbe del nazismo, esas genealogías tibetanas de los arios son una broma en comparación. ¿Quién va a perder el tiempo con la arqueología de Göbekli Tepe, teniendo a Cataluña y su sardana?

Un historiador que manipula es como un juez que prevarica o un médico que a sabiendas daña la salud de sus pacientes. Son lacras deontológicas que claman al cielo. Que el mayor inspirador del engendro –a través de su explícito «PROGRAMA 2000. La estrategia de la recatalanización»-- sea Jordi Pujol, para el diario ABC el «español del año» de 1985, aunque para diversos jueves alguien sospechoso de cohecho, tráfico de influencias, delito fiscal, blanqueo de capitales, prevaricación, malversación y falsedad, da que pensar. Ambas cosas no deberían confluir en un mismo individuo. Algo falla, aunque la izquierda, que administra la moralidad, se encoja de hombros. Como da que pensar que el recién estrenado gobierno español se declare ávido de despenalizar, según ellos por el bien de España, delitos económicos y de lesa patria cometidos por separatistas que alardean sin rubor de su asco a España.

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