España, el bucle
La derecha fue generosa hasta el borde de la estupidez, y más allá. Por ello concedió el monopolio de la educación, la universidad, los medios y el artisteo a la izquierda, que de la noche a la mañana montó su coima clientelar con los dineros del contribuyente
Le han ganado la guerra a Franco heroicamente. Opinan ellos, huecos de ufanía. Han tenido que aguantar hasta cerciorarse de que murió hace medio siglo, escarnecer sus huesos y someterlos a un circo, degradar los logros materiales de su herencia –monarquía, democracia, unidad nacional, reconciliación entre bandos, política hidráulica, crecimiento económico, una extensa clase media meritocrática—porque les reconcomía el rencor. ¿Cómo iban a quedar las cosas atadas y bien atadas? Pero a diferencia de Alejandro Magno, que sajó el nudo gordiano de un tajo, les llevó tiempo.
Si los republicanos derrotados –Azaña, Prieto, etc.—, así como los vástagos intelectuales de la oposición antifranquista, léase los Albiac, Sánchez Dragó o Tamames (que acabaron reforzando a la derecha), admitieron al unísono que España habría vivido mejor sin ponernos tan marxistas, adoptando una economía de mercado y un parlamentarismo liberal, y ahorrándonos dar matarile a católicos y conservadores, los de ahora no han podido destetarse de nostalgia, del apego a esa «política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín», según admitió el último presidente del engendro, para deplorar lo que él y sus cuates habían desatado. Nadie podrá negar que los autores de la hazaña, en los años treinta igual que hoy, son los prendas habituales: socialistas, comunistas, racistas provincianos y su hinchada progresista, cenagal de la envidia, empeñados en pisotear a Alfonso X, Felipe II, santa Teresa, Hernán Cortés y otros portentos de la identidad hispánica, para endosar su iracunda ley a los que no son como ellos.
Cualquier ciudadano de derechas con dos dedos de frente, y son mayoría, se enorgullece de escritores como Antonio Machado, Federico García Lorca o María de la O Lejárraga, que no eran precisamente estalinistas, y hasta de José Bergamín y Rafael Alberti, que sí lo eran, amén de agentes de la represión en la retaguardia republicana. Entretanto, cualquier ciudadano de izquierdas, de los que son inmensa mayoría, odia, calumnia y abomina de todo escritor que, en la posguerra, reconociera algo decente al bando vencedor, sumándose a la reconstrucción. Por eso un brillante literato como Aquilino Duque, uno de los mejores poetas, novelistas, traductores y ensayistas del pasado siglo, políglota, jurista de nivel internacional, profesor universitario en Estados Unidos, autor de un libro precioso sobre Doñana, ha sido relegado al basurero. Con él, muchos. Y no por haber jaleado el terrorismo etarra, el sistema soviético o el maoísmo, como tantísimos progresistas aupados hasta genios; sino por no haber cedido al travestismo chaquetero de esa intelectualidad que --a partir de la Transición, y por trepar y medrar-- falsificó su pasado, aduló a los nuevos amos y refrendó los embustes que pasaron a ser dogma.
¿Hay alguna diferencia entre arrancar la bella placa de Pemán del muro de su propia casa, una propiedad privada, y dinamitar los budas de Bamiyán? En ambos casos, la satrapía imperante exhibe intolerancia, una negativa feroz a convivir con los ideológicamente distintos en respeto e igualdad. Si uno de los bandos apenas sabe insultar y aplastar, por grosería y codicia inmoral, de poco le servirá al otro bando propiciar la coexistencia pacífica. No hay simetría, ni reciprocidad. Feijóo no discierne.
La derecha fue generosa hasta el borde de la estupidez, y más allá. Por ello concedió el monopolio de la educación, la universidad, los medios y el artisteo a la izquierda, que de la noche a la mañana montó su coima clientelar con los dineros del contribuyente. A cambio, esa derecha cosechó camiones de cainismo, desprecio y exclusión. Antes de que se inventaran el wokismo y la cancelación, nuestros progresistas eran ya curtidos oficiantes. Si algún día se escribiesen una historia de la España contemporánea, o una historia literaria del siglo XX, con pretensiones canónicas, sobriamente ecuánimes, y basadas en datos fehacientes, virtudes genuinas, juicios ponderados y una honrada vocación de verdad, poco se asemejarían a los sesgados panfletos que llevan décadas cimentando carreras académicas, y trasegando su sectarismo a los manuales escolares.
Si las mentes de un pueblo desnortado se ven emponzoñadas, beneficiará a los que mandan y buscan enquistarse al estilo castrista, mediante consignas simplonas. Pero para el progreso espiritual y el enriquecimiento cultural de un país que se pretenda libre, independiente, creativo y próspero, es bestial. Hozamos en dicha burbuja distópica, trotando hacia la amnesia como si nada. Sería una lástima que nuestra alta cultura acabara como ese diente fosilizado de 400.000 años que acaban de encontrar en el Valle del Lozoya: cual indicio arqueológico. Pues, para cualquier líder progresista, la «memoria histórica» significa arramblar un buen chalé por cuatro perras, disfrutar gratis de viajes por el mundo, forrarse ambos riñones y envanecerse hasta las cachas por lo fácil que ha resultado la jugada. La grandeza de España y el valor del patrimonio, el talento y el pasado reales, le tocan las narices.
Es verdad que subsiste el hispanismo extranjero, providencial para rescatar cuanto nosotros destruimos. Aunque no confiemos demasiado. También a ellos les acaba llegando la marea woke, deconstructiva, antioccidental, adanista y disolvente. No olvidemos que los que se apasionaron con la Guerra Civil eran los mismos previamente atraídos por nuestra rusticidad salvaje, ese primitivismo agreste y bandolero tan grato a su imaginación. Si la Italia clásica era el destino soñado de alemanes, franceses y anglosajones por su belleza refinada, nuestro magnetismo procedía de lo bronco, lo áspero, lo crudo e impío. Esperemos no tornarnos demasiado atractivos para tal clase de turistas.