Si la razón sin fe es prosa, fe y razón son poesía
Los que se alejan demasiado de la fe católica tienden a caer en el doble piensa, véase en pensar una cosa y la contraria al mismo tiempo. Es lo que les ocurre a los relativistas y a los filósofos modernos, que defienden doctrinas que chocan entre sí y, aun así, son dados a digerirlas todas
En honor a G.K. Chesterton, voy a hacer un intento –infructuoso– por utilizar su estilo aforístico, es decir, plagado de aforismos; que, al igual que los epigramas, son frases bellas e ingeniosas, pero con un ingrediente adicional: que, además de ser citas hermosas y creativas, están nutridas de un encomiable contenido ético. Son sentencias morales, pero dictadas por un filósofo, en vez de por un juez; escritas con la pluma de un excelso literato, y no encajadas a golpe de martillo. Los aforismos, pese a ser frases breves, no pretenden resultar categóricos, por lo que podríamos decir que su carácter es más jurisprudencial que judicial; más reflexivo que severo; no tan rígido como flexible. Dicho esto, doy comienzo a mi aforística disertación, la cual versa sobre la riqueza de la paradoja cristiana.
El catolicismo, visto con distancia, parece que obstruye la mente, pero, vivido de cerca, la ensancha hasta límites que no conocen órbita. Algo parecido sucede con las paradojas: a priori, aparentan ser contradictorias, pero, a posteriori, te das cuenta de que son justamente lo opuesto a la contradicción; porque los que se alejan demasiado de la fe católica tienden a caer en el doble piensa, véase en pensar una cosa y la contraria al mismo tiempo. Es lo que les ocurre a los relativistas y a los filósofos modernos, que defienden doctrinas que chocan entre sí y, aun así, son dados a digerirlas todas.
Para un racionalista, un ciego es alguien que no tiene vista. Bajo el criterio de un sentimentalista, la visibilidad sería algo relativo, interpretable y discutible. En cambio, para un católico, la fe no discute la ceguera, pero regala unas lentes a aquellos que no pueden ver, para decirles que lo «esencial es invisible a los ojos», como escribió Antoine de Saint-Exupéry; o que «las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas», (2, Cor 4,18).
Este es el encanto de la paradoja cristiana: no es irracional, porque no niega que los ciegos sufran ceguera; pero, aún siendo racional, supera la fría racionalidad, para revelarles que «la fe ve (con los ojos cerrados)», (Enrique García-Máiquez); porque la paradoja cristiana es suprarracional, véase racional a nivel humano y al mismo tiempo, racional en un estadio superior a la estrechez de las miras humanas. Esto mismo ya es, de por sí, paradójico, que no contradictorio; puesto que la contradicción provendría –en este caso– de la irracionalidad, y jamás de la suprarracionalidad (por ser justo lo supracontrario, véase lo contrario en un grado superior a lo contrario).
Expresado en términos más sencillos: si la irracionalidad significa negar que la ceguera existe y la suprarracionalidad implica ampliar los horizontes de la mirada, entonces, la suprarracionalidad es todavía más opuesta a la irracionalidad que la fría racionalidad, puesto que la fría racionalidad se limita a ver, mientras que la suprarracionalidad amplía las lentes; es decir, ve y a su vez, mira más allá; ni solo ve, ni solo mira más allá; porque no es mundana, ni demasiado extramundana.
Así pues, la diferencia entre un sentimentalista, un racionalista y un católico es que el primero dudaría de la existencia del firmamento; el segundo otearía el cielo con la mirada; y el tercero, además de surcar la bóveda celeste con la vista, poseería un telescopio que le permitiese vislumbrar el espacio.
En otras palabras, el sentimentalista pondría en duda la existencia de la vista y de lo que ve; el racionalista solo admitiría aquello que es capaz de ver; y el católico vería lo que es visible y más allá de lo visible; es decir, ve y a su vez, mira más allá; ni solo ve, ni solo mira más allá; porque no es mundano, ni demasiado extramundano…
Por esto, un pensador católico procura ir más allá de la razón humana, pero a través de la razón humana y sin renunciar a la razón humana. La acrisola, la limpia, la depura, la culmina, la lleva a su máxima expresión, por lo que no puede abjurar de ella; porque es su cohete; un cohete que tiene la opción de quedarse en tierra o despegar; y no olvidemos que un cohete está hecho para el despegue, pero a través del cohete y sin renunciar al cohete; dado que la razón humana ha sido fabricada para trascenderse a sí misma, pero a través de sí misma y sin renunciar a sí misma...
En esto consiste la paradoja cristiana: al igual que la razón y un cohete están hechos para despegar por encima de sí mismos, pero dentro de sí mismos, el poeta supera al prosista, pero domina la prosa y se hace poeta a través de la prosa. Por lo tanto, si la razón es prosa, la fe es poesía; porque puede haber prosa sin poesía, pero no poesía sin prosa; del mismo modo que hay razón sin fe, pero no fe católica sin razón.
En consecuencia, si la razón es prosa y la fe católica, poesía, el filósofo griego es prosista y el teólogo, poeta; porque el pensador cristiano supera a la razón griega, pero a través de la razón griega y sin renunciar a la razón griega; no rompe con ella; más bien, la perfecciona; y siempre que algo se perfecciona, son reconocidas sus esencias y corregidas sus desviaciones; dado que, a falta de alguna corrección, no existe la perfección.
Venerable lector, espero que te haya gustado mi intento –malogrado– por disertar filosóficamente con un estilo aforístico y paradójico inspirado en el de G.K. Chesterton. También, he procurado emular –infructuosamente– la forma de escribir de Jon Fosse, Premio Nobel de literatura en 2023; manera de redactar que consiste en alumbrar una frase y volver sobre ella en la siguiente frase, pero introduciendo alguna novedad; y así, sucesivamente, de tal manera que todo forme parte de la misma espiral. Una forma de escritura creativa verdaderamente original, a la par que bastante arriesgada.