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TribunaIgnacio Crespí de Valldaura

Oscar Wilde: cuentos y obras de teatro con un mensaje encomiable

Antes de su catarsis espiritual en la cárcel de Reading, y pese a su extensa retahíla de excentricidades e ideales heterodoxos, tenía a un católico flamante encondido en las marismas de su alma

Actualizada 04:30

Oscar Wilde (1854-1900) es un escritor irlandés que cultivó todos los géneros literarios con una destreza excepcional. También, se caracterizó por su falta de ortodoxia y por sus sonoros exabruptos, hasta que se redimió de buena parte de sus pecados al escribir De profundis, una carta extensa que atesora reflexiones de un elevado nivel teológico; la cual escribió después de su doliente presidio en la cárcel de Reading. El texto es el fruto maduro de un rendido y emocionante acto de contrición, aunque no se encuentre absolutamente exento de algunas máculas de heterodoxia.

Aunque hubiese que esperar hasta la publicación de De profundis para apreciar en Wilde luminosos destellos de arrepentimiento, no cabe duda de que nos legó algunas enseñanzas dignas de encomio, incluso antes de su metamorfosis espiritual.

Por ejemplo, en su cuento El Príncipe feliz, retrata a un principesco personaje que, tras haber vivido estabulado en una acomodaticia y opulenta rutina, se transforma en estatua, para permanecer, inmóvil, contemplando el sufrimiento ajeno; como una manera de estar unido al mismo en amorosa hermandad. Con esto, Oscar Wilde nos muestra una de las dimensiones más profundas del dolor bien entendido, que es aquel que nos hace capaces de solidarizarnos con el dolor de los demás, de empatizar, de comprenderlo, de conmovernos y estremecernos, en aras de ofrecer consuelo a los afligidos desde la sabiduría que nos otorga la experiencia.

De hecho, cerca de diez años más tarde de que El Príncipe feliz fuese publicado, en su carta De profundis, identificó en la Pasión de Cristo la expresión más sublime del dolor, que es el que se une con la belleza. Tengamos en cuenta que Wilde veía la hermosura artística y la fealdad propia del sufrimiento como dos realidades enfrentadas, antagónicas, diametralmente opuestas, hasta que consiguió verlas perfectamente hermanadas en la épica y heroica crucifixión de Jesús. De esto, que llegase a la conclusión de que Jesucristo fue crucificado con cuerpo de mendigo y alma de poeta.

Es más, antes de escribir De profundis, Oscar Wilde estaba adherido a un ideal de belleza un tanto hedonista y, a su vez, platónico. Su hedonismo idealista consistía en concebir la contemplación de lo bello como la ocupación natural del hombre, al margen de todo lo demás, y tratando de evitar el dolor y la fealdad. Estaba curvado ante una especie de idolatría artística, que situaba el arte por encima de cualquier cosa (incluso de Dios). La belleza de todo lo que rodea al relato de la Pasión de Cristo le abrió los ojos y le purificó la mirada, le hizo capaz de percibir hermosura en la misericordia ante el sufrimiento y la fealdad.

En su cuento El gigante egoísta, narra cómo un señor de una complexión mastodóntica dejó claro a unos niños que habitaban en un jardín que ese terreno era exclusivamente suyo. A la sazón, los pájaros que gorjeaban y canturreaban en él, también, optaron por abandonarlo, ya que dicha circunscripción rural había perdido esa alegría que lo hacía un lugar vivificante y entrañable. El gigante veía que lo poseía todo en exclusiva, pero, al mismo tiempo, estaba siendo consumido por una amarga soledad. Su egoísmo, su reticencia a compartir, le había dejado solo. Al final de la fábula, el talludo protagonista rescató a un chiquillo que se hallaba en apuros, y este le contestó: «Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy, vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso». Aquí, se puede percibir el incalculable valor redentor que pueden tener los pequeños detalles llevados a cabo con amor a Dios; y que cualquier persona, por pecadora o ególatra que haya sido, está llamada no solo a la redención, sino a la santidad.

En su cuento El millonario modelo, Wilde narra cómo una persona le dio limosna a un hombre con un aspecto un tanto andrajoso y desaliñado. Para su sorpresa, descubrió que este señor de harapienta indumentaria no era un mendigo, sino un pudiente bastante acaudalado. En las postrimerías de la fábula, el protagonista contrajo matrimonio, y recibió un sobre firmado por el creso o ricachón, con un cheque dentro valorado en diez mil libras. De aquí, podemos extraer la moraleja de que quien siembra con amor, acaba recogiendo los frutos en algún momento (en esta vida o en la otra).

Su cuento El crimen de Lord Arthur Savile versa sobre un grupo de personas que se reúnen en una fiesta de postín decimonónica. En los suntuosos salones de Lady Windermere, una especie de adivino se dedica a leer el futuro de los parroquianos. A uno de ellos, le es revelado que su destino es cometer un homicidio. Aunque el protagonista no sea partidario de ejecutar a nadie, considera que no puede contravenir aquello a lo que su destino le ha determinado, lo cual interpreta como un deber ineludible. Desconozco si de forma intencional o inintencionada, Oscar Wilde hace una sátira muy gráfica y divertida del absurdo del determinismo de los pueblos paganos, donde parecía que el destino de cada cual estaba escrito por los dioses. También, me resulta una mofa de la moral kantiana del deber por el deber, véase del cumplimiento de este a toda costa, sin cuestionarnos previamente su auténtico porqué, su sentido más profundo.

Su obra de teatro Un marido ideal trata de un político acaudalado cuya reputación se caracteriza por ser de una moral intachable. En el desarrollo del relato, se descubre que hizo su fortuna a causa de haber vendido, en el pasado, secretos de Estado. Su mujer, quien le admiraba rendidamente por su honestidad incorruptible, se siente dolorosamente defraudada, hasta el punto de plantearse la separación. Este reconoce ante ella su pecado con sincera y postrada humillación, y le hace ver que toda persona tiene derecho a romper con su pasado si de veras se encuentra arrepentida. Su esposa termina por mostrarse más misericordiosa con la debilidad humana, pero sin justificarla, lo cual le hace evolucionar del puritanismo a la rectitud bien entendida.

Esta distinción entre la rectitud bien entendida y el puritanismo se puede percibir en su obra de teatro El abanico de Lady Windermere. El marido de la nobilísima Windermere le paga ingentes cantidades de dinero a la enigmática madre de ella, y digo enigmática porque se dio a la fuga después del parto (por razones de diversa índole). Su hija siempre creyó que esta había muerto al poco tiempo de que ella naciera, y nadie le destapa la dolorosa verdad en ningún momento de la trama. Un día, Lady Windermere descubre que su marido le había estado suministrando paquidérmicas sumas dinerarias a esta mujer de reputación un tanto deshonrosa, y llega a la errónea conclusión de que han estado teniendo algún tipo de escarceo amoroso. Desencantada con su marido, a fuer de este malentendido, juega con la tentación de coquetear con un Lord que la pretendía, pero sin llegar a caer en sus garras. A partir de este momento, Lady Winderme, quien sostenía, al principio del relato, que los pecadores confesos no merecían perdón, empieza a mostrarse más misericordiosa con la debilidad humana, pero sin justificar el pecado que se desprende de la misma. Aquí, se puede ver, todavía con mayor clarividencia que en el párrafo anterior, la diferencia entre la rectitud compasiva y el puritanismo. Por cierto, al final de esta comedia teatral, se deshace el entuerto de su marido y renuevan su amor, pero sin que el misterio de su madre quede desentrañado.

Su novela El retrato de Dorian Gray, aunque tenga una moraleja final tan heterodoxa como escandalosa (en base a la cual el protagonista se queda tranquilo después de aniquilar su conciencia), sí que abriga algún mensaje digno de encomio. Por ejemplo, el hecho de que el personaje principal, según su manera de comportarse, tuviese un aspecto en un cuadro y la apariencia contraria en sus facciones corporales. Esto refleja, con penetrante nitidez, una disyuntiva que afecta especialmente a la sociedad nuestro tiempo, la cual vive consagrada a mimar y esculpir su cuerpo, pero, a su vez, se muestra un tanto reacia en lo que al cuidado de su alma se refiere.

Con todo lo dicho, se puede inferir que Oscar Wilde, antes de su catarsis espiritual en la cárcel de Reading, y pese a su extensa retahíla de excentricidades e ideales heterodoxos, tenía a un católico flamante escondido en las marismas de su alma.

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