Santo Tomás de Aquino, perfeccionador de Aristóteles
Si Aristóteles era el filósofo de la Antigüedad que mejor estableció clasificaciones, matices y distinciones, Santo Tomás de Aquino fue su más encomiable sucesor
Si Aristóteles (siglo IV antes de Cristo) es reconocido como el filósofo cumbre de la era precristiana, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) fue el gran continuador de su obra, hasta el punto de perfeccionarla y, por ende, culminarla. Esta proeza intelectual probablemente le transfigure en el referente filosófico más prodigioso de todos los tiempos.
Así pues, para adentrarnos en el pensamiento del buey mudo, considero pertinente hacer una autopsia, en paralelo, de las teorías de su predecesor griego.
Ante tantas filosofías unidireccionales que florecieron en el mundo precristiano, por estar demasiado enfocadas en una dirección (Tales de Mileto lo reducía todo al agua; Anaximandro, al caos; Anaxímenes, al aire; Demócrito, a los átomos; Heráclito, al movimiento y al cambio continuo sin posar la vista atrás; Parménides, al quietismo panteísta que lo entiende todo como perteneciente al uno o un solo ser; Pitágoras, a los números; Platón, al idealismo y al triste deambular de un alma enjaulada en la prisión del cuerpo; los estoicos, a la serena resignación, apatía y extrema conformidad ante un futuro ya escrito por Dios; los epicúreos, al usufructo ilimitado del placer ante un porvenir determinado por los átomos, etc.), advino un genio llamado Aristóteles, que puso un poco de orden y concierto, en aras de dar a cada cosa su categoría y cuota de protagonismo.
Aristóteles (384-332 a.C.) es el filósofo de la Antigüedad que mejor separó el trigo de la cizaña, las churras de las merinas, sin dejarse arrastrar por las doctrinas unidireccionales de sus coetáneos y predecesores. No monopolizó su filosofía con una teoría totalizadora. Prueba de ello fue su capacidad de trazar las diferencias entre concepto, juicio y raciocinio, entre clasificaciones, leyes y combinaciones, además de entre definición, división y método (sin estas distinciones y matizaciones, el pensamiento no hubiera podido evolucionar). En palabras de W. James, su sistema representa «el sentido común codificado».
Aristóteles distinguió, con inigualable aplomo, equilibrio y sensatez, entre los términos unívocos, equívocos y análogos, habida cuenta de que la mayoría de los filósofos de la antigüedad –por no decir todos– monopolizarían su pensamiento con uno solo de los citados; como Heráclito y los escépticos, para quienes todo sería equívoco, o como el panteísmo de Parménides, para el que todo habría de ser unívoco.
Al inigualable Aristóteles le debemos la teoría de acto y potencia, en base a la cual el acto es el ser actual y las potencias, las actualizaciones que se dan en dicho ser. De este modo, el movimiento representa el tránsito de la potencia al acto, conclusión que esclarece muchos enredos intelectuales de los filósofos precristianos. Para Heráclito, por ejemplo, solo existía el movimiento, en detrimento del acto o ser actual, mientras que a juicio de Parménides y de Zenón de Elea, el movimiento carecía de existencia, postulado que niega la potencia o actualización del ser.
Este movimiento que, según Aristóteles, es el tránsito de la potencia al acto, requiere de un comienzo, de un momento inicial. Por ello, llegó a la conclusión de que es imprescindible la existencia de un primer motor inmóvil. Este razonamiento le condujo al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), como un ser necesario que no fuese movido por un ente previo.
El dios de Aristóteles, sin embargo, no era más que una deidad filosófica, además de un motor que lo empieza a mover todo, algo que nos puede hacer caer en el determinismo panteísta (véase en la idea de que el destino se encuentra movido –es decir, determinado– por él). Por tanto, Santo Tomás de Aquino identificó en ese primer motor y primera causa –eficiente de sí misma– a un Dios personal, providente, que separa al creador de lo creado (en aras de evitar ese panteísmo que lo ve todo como Dios, como el uno, que soslaya la existencia de los otros).
Al sin par Aristóteles, también, le debemos las connotaciones atribuidas a los conceptos de sustancia y accidente, en virtud de las cuales la sustancia es lo que existe en sí y el accidente, lo que requiere de otro para existir en él. De este modo, una mesa es el ser en sí y su color, el accidente que opera sobre la misma; o una persona es la sustancia y su gesto de sonreír, el elemento accidental que tiene lugar en ella.
Frente a esa quimera platónica que consideraba que las almas, tras haber convivido en armonía con las ideas en un cielo empíreo, fueron arrojadas a la mazmorra del cuerpo (teoría prodigiosamente desarrollada en sus alegorías del mito de la caverna y el carro alado), Aristóteles aclaró que las personas somos sustancias compuestas de cuerpo y alma, como dos cosas que conviven en una unidad inquebrantable. De esta guisa, el cuerpo constituye la materia, y el alma, la forma (ulé y morfé, en griego, etimología que le da el nombre de teoría hilemórfica).
El sin igual Santo Tomás de Aquino hizo suya esta conclusión de Aristóteles, pero matizó que el cuerpo y el alma, además de ser materia y forma, son sustancias; puesto que, al morir una persona, ambas se separan, aunque se encuentren incompletas la una sin la otra, razón por la cual necesitan de una nueva unión, que se realiza con la resurrección del cuerpo.
Aristóteles puso de relieve que las sustancias, como cosas individuales, concretas, realizan un universal o modo de ser general, que es la esencia, véase aquello que la cosa es, y cuyo ser comparte con los demás individuos de la misma especie. Por ejemplo, solo existen los hombres concretos, diferentes, pero todos forman parte de un universal, es decir, del hombre en general, que es su esencia común. El universal, por ende, es la forma, la cual requiere individuarse en la materia.
Conforme a lo desarrollado, no es difícil deducir que solamente un ser racional sea capaz de percibir la esencia o universal de un individuo, al ser el único que puede leer dentro (intus legere). De esta manera, el conocimiento empieza a través de los sentidos, pero el conocimiento intelectual, aunque parta del sensible, es algo superior y distinto, que no poseen los animales. Santo Tomás y los demás escolásticos medievales suscribieron todo esto, bajo la locución latina Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu.
Como perfeccionamiento y culminación de este desarrollo aristotélico (y del conceptualismo de Pedro Abelardo), Santo Tomás de Aquino sentenció que «el universal es un concepto y existe sólo en la mente, pero con fundamento in re (en la cosa)». Aunque dicho concepto pudiese existir en la mente de Dios ante rem (antes de la cosa) y en la mente del cognoscente post rem (después de la muerte), necesita individualizarse en la materia.
Santo Tomás de Aquino corrigió el error de su predecesor San Agustín, quien –aunque estuviese parcialmente influido por Platón– no creyese –como él– en la preexistencia de las almas (ni en su transmigración), sí que concebía que éstas, al ser creadas, pasaban a estar encarceladas en el cuerpo. De ahí, el excesivo ascetismo agustiniano, que interpretaba la unión contemplativa con Dios como una huida del mundo (a contrario sensu del Aquinate, que la veía, precisamente, como la manera más sublime de transitar por el orbe).
Volviendo a posar la mirada sobre Aristóteles, esta universalidad hace del hombre un ser «social por naturaleza», un «animal político» (zoon politikón). Ahora bien, la necesidad de que el universal haya de ser individuado en la materia implica que la sociabilidad humana brote del hombre concreto; algo que evita que nuestra dignidad como personas quede reducida a la condición de simples miembros de una colectividad, tal y como pretendía Rousseau.
En sintonía con la ética o moral aristotélica, las personas tienden naturalmente a la felicidad (eudemonía), como algo diferente de ese placer (hedoné) sobre el que se encuentra cimentada la filosofía epicúrea. Aristóteles, además, en su Ética a Nicómaco, ilustró la idea de dotar a la vida de sentido con una metáfora tan sencilla como formidable: el arqueador que requiere de una diana concreta sobre la que descerrajar sus flechas.
No obstante, Santo Tomás de Aquino fue más allá al introducir su vía del «fin último» (si nos preguntamos hasta la finalidad más profunda de todo lo que nos rodea, al final, no nos queda otra opción que rendirnos ante la voluntad de Dios). A esto, es preciso agregar la vía tomista de «los grados de perfección», en virtud de la cual las virtudes humanas, al poseer un grado perfectible o mejorable, necesitan de la existencia de un ser divino que aglomere todas en su perfecta plenitud.
La felicidad aristotélica estriba en el ejercicio del entendimiento, de la comprensión, de la contemplación intelectual. Sin embargo, a diferencia del excesivo talante contemplativo de Platón (ese que pretendía elevar el alma al mundo de las ideas, para escapar -a toda costa- de la prisión de lo corporal y lo terreno), Aristóteles comprendió que, a dicha facultad de entender, le ha de acompañar la adquisición de la virtud, como un «hábito del término medio» (aurea mediocritas). En consecuencia, este sabio griego distinguió entre las virtudes que regulan la vida activa (éticas) y las contemplativas (dianoéticas, ubicadas en un plano superior).
De esto, que Santo Tomás de Aquino puntualizase que el cultivo del entendimiento ha de ser previo a la voluntad, siendo esta última una necesaria prolongación de la facultad de entender. Con este matiz, somos eludidos de caer en dos trampas, que son el ascetismo contemplativo de vivir estabulados en el mundo de las ideas (de corte platónico) y el voluntarismo (reflejado en exponentes medievales como Duns Escoto, quien sostenía que la vida moral se fundamenta primordialmente en el ejercicio de la voluntad).
A diferencia de Platón, Aristóteles escapa de la utopía de querer construir un régimen político ideal por medios racionales. La arquitectura de su modelo político estribaba en un equilibrio entre la monarquía, la aristocracia y el pueblo, para evitar que la primera degenerase en tiranía; la segunda, en oligarquía; y la tercera, en demagogia. Santo Tomás, por su parte, vio este andamiaje aristotélico revestido de una sensatez paradigmática.
Si Aristóteles era el filósofo de la Antigüedad que mejor estableció clasificaciones, matices y distinciones, Santo Tomás de Aquino fue su más encomiable sucesor. Numerosos intérpretes del aristotelismo –como Alkendi, Alfarabi, Avicena, Maimónides o Averroes– introdujeron erróneas interpolaciones y digresiones en el mismo. De hecho, gozó de cierto predicamento la herejía del averroísmo latino, postulado que defendía la teoría de las dos verdades, consistente en romper toda armonía entre la fe religiosa y la razón, por considerarlas incompatibles (algo que poco tenía que ver con el genuino espíritu aristotélico).
El inapelable sentido común de Santo Tomás trazó un punto de equilibrio y sensatez en la escolástica medieval, ante el idealismo platónico de San Agustín, Juan Escoto Erígena y San Anselmo, de cara al voluntarismo de Duns Escoto, y frente al nominalismo de Roscelino de Compiègne y Guillermo de Ockham (quienes, al reducir el conocimiento a los sentidos, haciendo de la fe algo desconectado de la razón, abonaron el terreno del empirismo escéptico, que lo simplifica todo a la experiencia).
Es más, los filósofos posteriores a Santo Tomás que se desligaron del tomismo terminaron bosquejando nuevas versiones de las filosofías precristianas; aquellas teorías unidireccionales y caóticas frente a las que Aristóteles tuvo que poner orden y concierto.
Por ejemplo, Descartes, con su «pienso, luego existo» (cogito ergo sum), redujo la existencia a lo que existía en nuestra mente, olvidándose, en cierto modo, de la realidad, conclusión que abrió –de par en par– las puertas del relativismo; este platonismo desaforado influyó decisivamente en el pensamiento de Hegel y Kant (entre otros), quienes entendían que la realidad es una creación de nuestro mundo mental. Otro postulado cartesiano consistió en entender lo matemático como lo único verdaderamente admisible, debido a su precisión (una clarividente reviviscencia de la doctrina de Pitágoras); este pitagorismo guardaba una estrecha relación con el empirismo (de Locke, Berkeley y Hume), que lo simplificaba todo a la experiencia, a lo cuantificado y demostrado.
En síntesis, la ruptura con Santo Tomás de Aquino hizo eclosionar una versión remozada de las unidireccionales y caóticas filosofías precristianas; porque renegar del buey mudo supone abjurar de Aristóteles.