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Ignacio Crespí de Valldaura

Chesterton, ese «gordito feliz» que amaba a sus enemigos

De haber vivido en el presente, sería un ariete de resistencia frente a quienes idolatran el cuidado del cuerpo, para macerar y esculpir su apolínea figura en el gimnasio

Actualizada 09:17

Gilbert Keith Chesterton fue un gordito feliz, entrañable y risueño, además de despistado, pero muy sabio y peleón. Su donaire e ingenio le permitieron lidiar con sus opositores intelectuales con un éxito rutilante; amó a sus enemigos, como predica el Evangelio.

Un ejemplo clarividente de adversario y amigo fue el dramaturgo Bernard Shaw, con quien mantuvo una estrecha amistad; lo cual no les privó –a ninguno de ellos– de arrojarse un sinfín de filípicas, soflamas e invectivas entre sí. Su manera de pensar era manifiestamente divergente; relación de amor-odio más o menos parecida a la que mantuvo con H. G. Wells.

Si el público veía al dramaturgo Bernard Shaw como un payaso y como un puntal del progresismo democrático, Chesterton destapaba su faceta de predicador adusto y de antidemócrata. Si el inglés de a pie percibía a Rudyard Kipling como un patriota, Chesterton desentrañaba sus devaneos cosmopolitas.

Chesterton reconoció que la locura de las corrientes modernas fue uno de los principales motivos de su conversión a la fe católica (en 1922). De hecho, casi veinte años antes de convertirse, admitió, en su ensayo Ortodoxia (publicado en 1908), que las lunáticas teorías de Herbert Spencer, Bradlaugh, Huxley o Ingersoll le habían espoleado a abrazar el cristianismo.

También embrazó la jabalina contra los estetas de finales del siglo XIX, aunque de ellos heredó su estilo epigramático (consistente en construir epigramas, véase frases ingeniosas y frecuentemente satíricas); y tales epigramas los transfiguró en aforismos, es decir, en proverbios o refranes con un riquísimo sustrato moral. Si Oscar Wilde ha pasado a la historia como un epigramatista cumbre, G.K. Chesterton fue un aforista de pro.

Este aforista de pro puso un gran esmero en desmantelar la visión histórica de los whigs (liberales británicos); fue un ferviente defensor de la rama católica de los Estuardo; un acerbo crítico de las grandes compañías y de la tecnologización extrema, y trazó una distinción entre dos maneras de entender la democracia: una, la de Scott, que es la que aboga por garantizar la dignidad de todos; y otra, la de Dickens, que considera que todas las personas son igual de interesantes (de hecho, Chesterton suscribía que, efectivamente, todos somos muy interesantes, aunque muchos carezcan de interés; una prueba adicional del afilado humor de este gordito risueño y despistado).

Sobre su gordura, cabe destacar que no era, precisamente, uno de esos hombres que esconden su vientre oblicuo y adiposo, sino de aquellos que salen en las fotos con la panza en ristre; de hecho, llegó a pesar alrededor de 130 kilos, enjundia corporal que compensó con su considerable altura. De haber vivido en el presente, sería un ariete de resistencia frente a quienes idolatran el cuidado del cuerpo, para macerar y esculpir su apolínea figura en el gimnasio. Los realfooders y metrosexuales le tendrían en el punto de mira, aunque Chesterton conseguiría trabar con ellos una fabulosa relación de amistad; porque amaba a sus enemigos.

En lo concerniente a su carácter despistado, es preciso subrayar que tenía tanta imaginación y mundo interior que se evadía de la cotidianeidad con demasiada facilidad. De hecho, hay un episodio bastante desternillante al respecto, en el que Chesterton iba en taxi a la redacción del periódico en el que escribía y tuvo que parar en un quiosco para mirar, en uno de los ejemplares, la dirección de su oficina.

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