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06 de septiembre de 2024

Ignacio Crespí de Valldaura

'De profundis', el espectacular testimonio de fe de Wilde desde la cárcel

Pasa de vivir postrado ante el placer hedonista y la deificación del arte a comprender que la belleza y el dolor están unidas en santo matrimonio, a los pies de la cruz de Cristo; quien –en palabras del pensador irlandés– fue crucificado con «cuerpo de mendigo» y «alma de poeta»

Actualizada 09:17

Oscar Wilde (1854-1900), el literato irlandés que estremeció a la sociedad británica con sus exabruptos y frases lapidarias (epigramas), escribió –tras sufrir un penoso presidio de dos años en la cárcel de Reading– una carta de lo más conmovedora, que lleva por título De profundis.

Este excelso y estrafalario escritor –que cultivó todos los géneros literarios– fue emplazado al cautiverio por la justicia de la Inglaterra victoriana a causa de una presunta relación homosexual contraída con Lord Alfred Douglas, joven hijo del Marqués de Queensberry. Hubo otras razones en la trastienda que coadyuvaron a su encarcelamiento, dado que Oscar Wilde era una figura muy controvertida, contestataria, de vida escandalosa y disoluta, y divulgador de una serie de ideas que frisaban –y seguramente traspasaban– los umbrales de la legalidad. En síntesis, no se caracterizó por ser una buena influencia.

En su extensa carta, dedicada a Lord Alfred Douglas, el autor hace un desembarazado acto de contrición. Manifiesta un arrepentimiento de sus pecados de lo más doliente y desprendido; y no solo eso, sino que nos convierte a los lectores de dicha epístola en testigos de su –honda y meditada– metamorfosis espiritual.

Oscar Wilde reconoce, en De profundis, que pasa de vivir postrado ante el placer hedonista y la deificación del arte a comprender que la belleza y el dolor están unidas en santo matrimonio, a los pies de la cruz de Cristo; quien –en palabras del pensador irlandés– fue crucificado con «cuerpo de mendigo» y «alma de poeta».

Wilde se termina de dar cuenta de que el dolor bien entendido se sobrepone al placer mal concebido, puesto que nos permite comprender el sufrimiento ajeno; lo cual nos hace capaces de unirnos al mismo, en aras de ofrecer consuelo a los espíritus desolados (como hacían aquellos monjes que se atrevían a besar los pies de los leprosos). Cabe destacar que, cerca de una década antes de alumbrar esta carta, ya escribió un cuento verdaderamente ilustrativo a este respecto, titulado El Príncipe feliz (un texto precioso, por cierto).

Ahora bien, lo que, para este genio, hace verdaderamente explícito que ese dolor que redime rebosa, a su vez, de belleza es aquel gesto que tuvo Cristo –con todos nosotros– en lo alto de la cruz. Ahí, es donde la fealdad mendicante y la hermosura poética convergen en un punto.

En lo tocante a la Pasión de Cristo, Wilde queda estupefacto ante el hecho de que no haya nada escrito con mayor belleza artística y literaria. En estos términos, lo pone de manifiesto: «Ni en Esquilo ni en Dante, maestros severos de la ternura, ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas, ni en la totalidad del mito y las leyendas celtas (…) no hay nada que (…) pueda ni equipararse ni acercarse siquiera al último acto de la Pasión de Cristo».

A esto, añade: «La parva cena con sus compañeros, de los cuales uno ya le había vendido a un precio; la angustia en el silencioso olivar bajo la luna; el falso amigo que se acerca para entregarle con un beso; el amigo que todavía creía en él, y en quien como sobre una roca había esperado edificar su Casa de Refugio para el Hombre, que le niega cuando el gallo grita al amanecer; su soledad absoluta, su sumisión, su aceptación de todo; y al lado de todo eso, escenas como el sumo sacerdote de la ortodoxia que rasga iracundo las vestiduras, y el magistrado de la justicia civil que pide agua con la vana esperanza de limpiarse de esa mancha de sangre inocente que hace de él la figura escarlata de la historia; la ceremonia de coronación del Dolor, una de las cosas más prodigiosas que haya en toda la crónica de los tiempos; la crucifixión del Inocente ante los ojos de su madre y del discípulo al que amaba; los soldados que se juegan sus ropas a los dados; la terrible muerte con que dio al mundo su símbolo más eterno; y su entierro final en el sepulcro del hombre rico, con el cuerpo envuelto en lino egipcio y especias y perfumes caros como si hubiera sido el hijo de un Rey…».

Otro mensaje del Evangelio que suscita en Wilde una rendida admiración es la paradoja de que Cristo fuese «ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de quienes tenían la lengua atada».

Sobre esa cita bíblica que reza «no penséis en el mañana. ¿No es el alma más que la comida? ¿No es el cuerpo más que el vestido?», Wilde indica lo siguiente: «Un griego podría haber dicho la segunda frase. Está llena de sentimiento griego. Pero solo Cristo pudo decir las dos, y así darnos la vida tan perfectamente compendiada».

Además de parecerle que no hay nada escrito con mayor penetración poética que el mensaje de Jesucristo, agrega que «dondequiera que haya un movimiento romántico en el Arte, allí del algún modo, y bajo alguna forma, está Cristo, o el alma de Cristo»; y pone como ejemplo «las notas de piedad de las novelas rusas», «los turbados mármoles románticos de Miguel Ángel» o Los miserables de Víctor Hugo, entre muchos otros.

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