Las poderosísimas reflexiones cristianas de William Shakespeare en Hamlet
«Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? Trátalos como corresponde a tu nobleza y a tu propio honor. Cuanto menor sea su mérito, mayor sea tu bondad».
Existen sospechas fundadas sobre si William Shakespeare (1564-1616) y su familia fueron criptocatólicos, véase católicos encubiertos, camuflados; debido a las duras represalias que, en la Inglaterra de la época, eran tomadas contra quienes renegasen públicamente del stablishment anglicano.
Con independencia de si Shakespeare pertenecía o albergaba algún tipo de simpatía hacia la Iglesia católica, hay un hecho irrefutable: su obra de teatro Hamlet atesora unas reflexiones cristianas de lo más encomiables (fuese el autor católico, protestante o dubitativo).
Entre el rosario de enseñanzas apologéticas recogidas en Hamlet, hay una que ha impreso una huella indeleble en el frontispicio de mi alma, por la que tengo una predilección especial; ésta reza así: «Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? Trátalos como corresponde a tu nobleza y a tu propio honor. Cuanto menor sea su mérito, mayor sea tu bondad».
La primera frase de este párrafo es una cura de humildad para todos nosotros, dado que tendemos a pensar que, cuando el mundo es injusto, somos los primeros perjudicados; pero, sobre todo, se trata de una llamada a la misericordia, a que seamos clementes con el prójimo, en aras de que Dios lo sea con nosotros, para que nos libere de nuestro más que merecido azote. Una justicia que no fuese endulzada por la compasión nos debería hacer temblar a cualquiera (aunque el antifaz de la soberbia nos dificulte verlo).
La última frase de dicho renglón –esa que dice «cuanto menor sea su mérito, mayor sea tu bondad»– es un formidable toque de atención a todos nosotros; tan acostumbrados a mostrar simpatía hacia los éxitos del prójimo y a flojear en ternura, sensibilidad y empatía con los fracasos de los demás. Esto es fruto de la pecaminosa aversión que le tenemos a la debilidad.
En un fragmento de esta obra teatral, uno de los personajes ve absurdo que sean sacrificados miles de hombres –en una guerra– por mor de un interés frívolo. En este sentido, añade que no tenemos que obrar solamente movidos por un gran motivo, sino espoleados por una gran razón, por una causa más noble que aparentemente gloriosa.
De cara a aquellos que obran movidos por un gran motivo, en vez de por una gran razón, precisa que, al desconocer para qué existen, se dicen a sí mismos: «Tal cosa debo hacer». Con esta crítica, Shakespeare desenmascara –con casi dos siglos de antelación– la filosofía kantiana; esa que propone sustituir la moral por el cumplimiento del deber.
Shakespeare percibe que carece de sentido fundar toda la felicidad en vivir y alimentarse. Con esto, socavaría –en pleno siglo XVII– las corrientes existencialistas de principios del XX (en las que prevalece el cultivo de la existencia sobre la búsqueda de la esencia).
Sobre la esencia que impregna de sentido a nuestra existencia, el genio inglés hace muy explícito que, en todo, hay una providencia irresistible, y que la mano de Dios conduce a su fin nuestras acciones, aunque nos escabullamos.
En consecuencia, Shakespeare dedica unos párrafos muy elevados a la importancia de estar en paz con el Altísimo a la hora de morir, puesto que «la muerte es un ministro inexorable que no dilata la ejecución»; cita shakesperiana indudablemente inspirada en la advertencia bíblica de que estemos preparados, porque puede llegar en cualquier momento. En síntesis, que Dios nos pille confesados ante el advenimiento de la Parca. De hecho, Shakespeare subraya que cierto temor, también, es necesario que conviva con el amor (aunque este último prevalezca).
Otra advertencia que está bastante presente en Hamlet es el hecho de que el virtuoso no se libra de ser calumniado; reflexión que Shakespeare redondea con la conclusión de que la virtud parece que le tiene que pedir perdón al vicio.
Es más, en Romeo y Julieta puntualiza que a la virtud del vicio –y viceversa– una escuálida frontera los separa; reflexión que me recuerda sobremanera a la parábola del trigo y la cizaña, donde la cizaña crece muy cerca al del trigo, con el peligro de devorarlo, pero cuya proximidad, también, permite que el trigo redima a la cizaña.
En relación con el peligro de que el trigo sea suplantado por la cizaña, Shakespeare alerta, en Hamlet, que el demonio tiende a presentarse en agradable forma, con la máxima de engañarnos envuelto bajo las hebras de una falsa bondad. De facto, en su tragicomedia Otelo, el moro de Venecia, dice lo siguiente: «Cuando el maligno induce al pecado más negro, primero nos tienta con divino semblante».
En Hamlet hay un personaje a quien la culpa le impide orar. Pues bien, he de contraargumentar que tiene todavía más motivos para rezar; porque Cristo anunció que había venido a sanar a los enfermos, no a los incorruptos. Parafraseando a Chesterton, la Iglesia no es la asamblea de los justos, sino el hospital de los pecadores.