La verónicaAdolfo Ariza

Oración de una atribulada buscadora de Dios

Actualizada 04:30

La atribulada buscadora de Dios, de repente, casi sin haberse dado cuenta, se ve arrodillada en el suelo - «Hacer aquello fue una locura: nunca me habían obligado a hacerlo de niña, ya que mis padres no creían en las oraciones, yo tampoco» - . No tiene ni idea de lo que puede o debe decir. Además de que se sorprende a sí misma por el deseo de «poder creer» y de que la fórmula empleada vaya encabezada por un «Amado Dios» ante el que ella misma se rebela: -«¿Por qué amado, por qué amado?».

No son pocas las dudas que la asaltan. Por un lado: -«La gente se ama sin verse, ¿no es cierto?, y la gente te ama durante toda la vida sin haber llegado a verte». Y por otro lado: -«¿Qué voy a hacer con este deseo de amar?; además de que “fue Él quien puso esta promesa en mi mente y le odio por haber hecho esto».

Para colmo recuerda la historia que le contaron en su infancia del rey Enrique II que juró, al ver que sus enemigos habían arrasado su ciudad natal, «ya que Tú me has robado la ciudad que más amo, el lugar en que nací y fui criado, yo te arrebataré lo que Tú más amas en mí». Le sorprende recordar esta historia dieciséis años más tarde y verse en un hotel de Bigwell-on-Sea rezando: -«Voy a arrebatarte, Señor, lo que más amas en mí. Nunca me he sabido de memoria el padrenuestro, pero recuerdo muy bien ese juramento (¿es una oración?). Lo que más amas en mí». Pero qué es para nuestra atribulada orante lo que más amaba Él en ella. La orante lo tiene claro: -«Si creyera en ti, supongo que creería en el alma inmortal, pero ¿es eso lo que tú amas? ¿Eres capaz de percibirla bajo la piel? Ni siquiera un Dios puede amar algo que no existe: no puede amar algo que no puede ver. Cuando me mira, ¿será capaz de ver algo que yo no puedo ver?».

En medio de toda esta conmoción interior, casi sin saber cómo, se encuentra en «una Iglesia católica repleta de estatuas de escayola y de arte realista de pésima calidad». Ella detesta «las estatuas, el crucifijo y toda la relevancia que dan al cuerpo humano». Además de que si está allí, en una iglesia, es «porque estaba intentando escapar del cuerpo humano y de todas sus exigencias». Ella prefiere pensar en un Dios «que no guardara ningún parecido con nosotros»: «una criatura vaga, amorfa, cósmica», «un Dios que surgiera de lo informe y se extendiera hasta las zonas de la vida humana de carne y hueso, como un vapor poderoso que se abriera paso entre las sillas y las paredes». Un Dios que le permitiera pasar a formar parte de ese «vapor» para escapar siempre de sí misma. No quiere tener que creer en la resurrección de la carne, de esa carne que ella preferiría ver destruida para siempre. Y sin embargo, contemplando «un cuerpo material clavado a una cruz material», se cuestiona «si habría sido posible que el mundo clavara un vapor en aquel mismo lugar». Se le hace cada vez más evidente que «un vapor no siente dolor ni placer». Entiende con mayor nitidez que si bien no se puede odiar a un vapor, en cambio «sí que podía odiar esa figura clavada a la cruz» que «reclamaba su gratitud (‘He sufrido todo esto por tu bien’)».

Por si todo esto era poco, ahora resulta que empieza a ver claro que si pudiera amarle a Él, con más facilidad podría amar a una serie de personas para las que no tiene ningún tipo de predisposición. Es sabedora de que siempre se inclina por «el melodrama» y que, por tanto, puede estar en la certeza de una generosa disposición para asumir «el dolor que soportaste en la cruz» pero no atreverse luego a «soportar veinticuatro horas de mapas y de guías Michelin». Así es ella.

Y sin embargo la atribulada orante ha encontrado la paz al entender que ese Tú al que se dirige llena de dudas la ha enseñado a malgastar como enseñó al hombre rico para que un día no le quede más que el amor que siente por Él. Sabe que cuando que le pide dolor, Él le da paz y que no le importa tanto la falta fe pues ese Tú no tiene problema en incorporar una imperfecta oración a su amor y aceptarla «como una ofrenda».

Esta es la oración de Sarah Miles. ¿En quién pensaba Graham Greene cuando la retrataba con estos trazos en El final del affaire?

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