La verónicaAdolfo Ariza

¿Todas las religiones llevan a Dios?

Actualizada 04:30

Esa misma pregunta me la hacían el pasado viernes un grupo de jóvenes. Sin más paños calientes comencé mi respuesta retándolos con el mismo órdago que, en su momento, lanzó el sacerdote italiano Luigi Giussani, fundador del movimiento Comunión y Liberación: -«Si hay un delito que una religión puede cometer es el de decir ‘yo soy la religión, el único camino’. Es exactamente lo que pretende el cristianismo. No es injusto sentir repugnancia ante tal afirmación; lo injusto sería no preguntarse por el motivo de esta gran pretensión» (Los orígenes de la pretensión cristiana, 36). Luego hay dos factores determinantes por resolver: 1) ¿Todas las religiones llevan a Dios?; 2) ¿Dónde radica la esencia de la pretensión del cristianismo? En realidad ambos factores no se pueden entender el uno sin el otro por varios motivos. Ahí van algunos de esos motivos.

En primer lugar, y con la Congregación para la Doctrina de la Fe en un documento del año 2000, se tiene que subrayar que, si bien hay paridad a la hora de un diálogo con las distintas religiones, no hay paridad en lo que atañe a «los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo – que es el mismo Dios hecho hombre – comparado con los fundadores de las otras religiones».

En segundo lugar, y con John Henry Newman, conviene retener que «solo el cristianismo tiene un mensaje definido para comunicar a los hombres». Por contraste el Islam, continuando con el pensamiento newmaniano, «no ha traído al mundo doctrina nueva alguna, si no es la de su origen divino»; ha de retenerse también que «el carácter de sus enseñanzas es un reflejo demasiado exacto de la raza, el tiempo, el lugar y el clima en el que surgió, para que pueda ser una religión universal» mientras que «el cristianismo ha sido abrazado y se encuentra actualmente en todas las partes del mundo, en todos los climas, entre todas las razas, en todos los estamentos de la sociedad, bajo todos los grados de civilización, desde la barbarie hasta las culturas más elevadas».

En tercer lugar, y con el Chesterton de Ortodoxia, es oportuno recordar que la insistencia «en la inmanencia de Dios» produce «introspección, aislamiento, quietismo e indiferencia social»: En una palabra, el «Tíbet». Por el contrario, como acontece en el Cristianismo, «al insistir en la trascendencia de Dios obtenemos capacidad de asombro, curiosidad, aventura política y moral, y una justa indignación: el cristianismo». En definitiva, «si se insiste en que Dios está en el hombre, el hombre está siempre dentro de sí mismo»; por el contrario, si se insiste «en que Dios trasciende al hombre, el hombre se trasciende a sí mismo». Es más, es el teólogo Ratzinger quien recordaba que en una «afirmada identidad de Dios y del mundo, del fondo del alma y de la Divinidad», «la persona no es nada último, y por tanto a Dios mismo no se lo concibe como personal: la persona, el hallarse frente a frente del Yo y del Tú, pertenece al mundo de la separación; también se derrumba la frontera que separa al Yo y al Tú, y se desvela como provisional en la experiencia que el místico tiene de lo Todo-Uno». Continuando con Ratzinger, el planteamiento es sencillo a la par que lacerante: «¿Se trata disolverse en la Totalidad-Unidad, o de la confianza primordial en un infinito ‘Tú’, en Dios, o con cualquier nombre que quiera designárselo?».

En cuanto que cuarto motivo, y con la enseñanza de Benedicto XVI, es pertinente recordar que «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios». La voluntad de un Dios no vinculada a su propia palabra, a la necesidad de revelarnos su propia verdad o a aportar unos signos de racionabilidad podría producir incluso, según el islamista francés Arnaldez, un hombre que debería practicar la idolatría.

Concluyo. La respuesta a la pregunta sobre si todas las religiones llevan a Dios se responde desde el poco citado pasaje de la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II con la referencia a «la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo» (DH 1).

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