La verónicaAdolfo Ariza

Monseñor Quijote

Actualizada 04:30

El monseñor Quijote protagonista de la novela homónima de Graham Greene – «un monseñor andante» que lleva «calcetines morados» - ha releído muchas veces aquello de la novela versada sobre las andanzas de su antepasado que dicta que «de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente u otro vano respeto la disminuya». En su caso «por la autopistas del mundo, y no a lomos de Rocinante sino al volante de su particular Rocinante (Seat 850), va despertando “el arrepentimiento de los pecadores», y es que «hay más pecadores entre los burgueses que entre los campesinos».

Lo mismo que su antepasado, quizá ha depositado «más confianza en libros antiguos», que, «a su modo», «son también de caballerías»: «San Juan de la Cruz, santa Teresa, san Francisco de Sales. Y los Evangelios, ‘Déjanos subir a Jerusalén y morir con Él’. Don Quijote no hubiera podido expresarlo mejor que santo Tomás». Si bien es cierto que se aferra a sus «viejos libros», pero siguen persistiendo las dudas -«La idea del infierno ha perturbado a veces mi insomnio» - de hecho cree en el infierno «por obediencia, pero no con el corazón». Es más, se tiene por «un hombre muy ignorante» que difícilmente comprende las cosas que ha de enseñar a sus feligreses del Toboso pero se iba a casa y leía a sus santos que escribían sobre amor y pensaba en su interior: «Yo podía entender eso. Las demás cosas no me parecían importantes».

Un sueño le ha perturbado especialmente. «Había soñado que Cristo era rescatado de la cruz por la legión de ángeles a quienes, en una ocasión anterior, el demonio le había dicho que Él podía recurrir. No había, por tanto, agonía final, ni lápida que fuera preciso apartar, ni descubrimiento de una tumba vacía». «Sobre el Gólgota, presenciaba cómo Cristo descendía de la cruz triunfante y aclamado. Los soldados romanos, incluido el centurión, se arrodillaban en su honor, y el pueblo de Jerusalén subía en tropel a la colina para adorarle. Los discípulos se apiñaban alrededor, felices. Su madre sonreía a través de sus lágrimas de júbilo. No había ambigüedad ni había la menor sombra de duda y de fe. El mundo entero sabía con certeza que Cristo era el Hijo de Dios». Es cierto que «no era más que un sueño», pero sin embargo había sentido al despertar un «estremecimiento de desesperación»; el estremecimiento de desesperación de un hombre que «de repente se percata de que ha elegido una profesión que no es útil a nadie, y que tiene que seguir viviendo en una especie de desierto del Sahara sin dudas ni fe».

La obsesión por el sueño persiste hasta que un día abre al azar, como de costumbre, el libro de san Francisco de Sales El amor de Dios y lee de forma reconfortante: «Entre las reflexiones y las resoluciones es bueno hacer uso de coloquios, y hablar en ocasiones a Nuestro Señor, y otras veces a los ángeles, a los santos y a uno mismo, a nuestro propio corazón, a los pecadores e incluso a las criaturas inanimadas…». Por lo que sin darse cuenta reza en silencio: -«Oh Dios, hazme humano, déjame sufrir la tentación. Sálvame de mi indiferencia».

En realidad se teme a sí mismo. Siente por momentos «como si le hubiera rozado la punta del ala del peor de los pecados, la desesperación». Y, sin embargo, la duda es humana: -«Oh, quiero creer que todo ello es cierto… y ese deseo es la única certidumbre que poseo. Quiero que otros crean también; quizá se me contagiase parte de su fe […] encuentro la fe de hombres mejores que yo, y cuando descubro que mis creencias se van debilitando con la edad, como mi cuerpo, me digo que debo estar equivocado. Mi fe me dice que debo estar en el error…».

A su Sancho particular, alcalde comunista del Toboso, Monseñor Quijote le ha hecho reflexionar en plena vorágine de la quijotización de Sancho y la sanchificación del Quijote. -«Porque una vez, de joven, creí parcialmente en Dios y todavía persiste un poco aquella superstición. Me asustan bastante los misterios, y soy demasiado viejo para cambiar mis manías. Prefiero Marx al misterio». El drama le viene al particular Sancho porque «no quería sentirse agradecido». «La gratitud era como unas esposas que sólo el apresador podía soltar». Él solo quería sentirse libre, pero tenía la impresión de que «en alguna parte de la carretera desde El Toboso había perdido su libertad». «Dudar es humano», le había dicho monseñor Quijote, pero dudar, pensó, es «perder la libertad de acción». Y sin embargo una idea bastante extraña empieza a abrirse paso en su mente: «¿Cómo es que el odio hacia un hombre muere cuando él muere, y sin embargo el amor, el amor que había empezado a sentir por monseñor Quijote, ahora parecía vivir y crecer a despecho de la separación final y el silencio definitivo? ¿Hasta cuándo, se preguntó con una especie de temor, era posible que continuase aquel amor suyo? ¿Y con qué finalidad?».

Fin de la fábula.

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