Verdades ilógicas
¿Es el cristianismo la religión de las verdades ilógicas? ¿Se pueden unir este sustantivo y este adjetivo? En definitiva, ¿lo propio de nuestra fe es la paradoja? Es más, hay quien llega a decir que el cristianismo tiene «un talento místico para combinar de manera aparentemente incoherente» unas cosas con otras. ¿Hay pruebas a las que remitirnos?
La primera paradoja se refiere a la quintaesencia del mismo acto de fe: «Toda convicción absoluta implica una especie de gigantesca impotencia». De ahí que en la cosas de la fe, «el convencimiento es tan enorme que se tarda mucho tiempo en ponerlo en marcha». Por otro lado, las dudas, tienen su origen en «la indiferencia respecto a por dónde empezar». No hay fallo: «Todos los caminos llevan a Roma, razón por la cual mucha gente no llega a ir nunca».
La segunda de las paradojas vendría dada por la capacidad de combinar virtudes y vicios absolutamente antagónicos. Pongamos por caso, el inveterado reproche de aquellos mismos «que reprochaban al cristianismo la mansedumbre y la sumisión de los monasterios» y que eran los mismos que «le reprochaban el valor y la violencia de las cruzadas». O la no menos inveterada acusación al cristianismo por «su austeridad y su ascetismo, sus guisantes secos y sus hábitos de arpillera»; cuando «al minuto siguiente, se le reprochaba su pompa y ritualismo, sus altares de pórfido y sus túnicas doradas». Es decir, se le criticaba «a la vez por demasiado austero y por demasiado colorido».
La tercera de las paradojas tiene por protagonista a la mujer. Así las cosas, ha habido quien ha acusado al cristianismo de desdeñar la inteligencia femenina «en las Epístolas y el oficio matrimonial» y estos mismos desdeñar a la Iglesia y a la mujer «pues su mayor crítica a la Iglesia […] era que ‘sólo iban las mujeres». También se ha dado el caso de «ciertos escépticos» que «escribían que el peor delito del cristianismo era su ataque a la familia, pues arrastraba a las mujeres a la soledad y a la contemplación del convento, lejos de sus hogares y de sus hijos», frente a otros de estos escépticos que «afirmaban que el peor delito del cristianismo era imponernos la familia y el matrimonio, pues condenaba a la mujer a la esclavitud del hogar y los hijos y le prohibía la soledad y la contemplación».
¿Dónde está, pues, el problema? ¿Cuáles son «los ojos» con los que se mira al cristianismo? Sin lugar a dudas son unos «ojos modernos» capaces de combinar «un extremado lujo corporal con una extremada ausencia de pompa artística». Al «moderno», «la austeridad de los cristianos» le entristece porque es «más hedonista de la cuenta» y la fe de los cristianos le irrita «porque era más pesimista de la cuenta».
La cuestión se resuelve cuando se percibe el elemento de «énfasis e incluso de locura» que justifica las críticas: «Aquellos cruzados sanguinarios y aquellos santos humildes se equilibraban entre sí; pero los cruzados eran más sanguinarios, y los santos más mansos, de lo que hubiera sido decente». Si en su momento «el paganismo declaró que la virtud radicaba en el equilibrio», «el cristianismo afirmó que se basaba en el conflicto, en la colisión de dos pasiones aparentemente opuestas» – «Por supuesto, en realidad no eran incoherentes, aunque sí difíciles de defender simultáneamente» -. Véase por ejemplo: 1) «Toda la humildad es poca al pensar en uno mismo y todo orgullo es poco al pensar en nuestra alma». 2) En el cristianismo, «aunque establezca la ley y el orden», «su principal objetivo es hacer sitio para que los buenos impulsos campen a sus anchas». 3) «San Francisco, al alabar todo lo que es bueno, puede ser más optimista que Walt Whitman», mientras que «San Jerónimo, al denunciar lo que es malo, puede pintar un mundo más sombrío que Schopenhauer». 4) «Los espíritus de la indignación y la caridad adoptaron formas terribles y atractivas que iban desde la ferocidad monacal […] hasta la sublime compasión de santa Catalina, que, en plena matanza, besaba la cabeza del criminal». 5) «Elaborar un plan que permitiera ser compasivo y a la vez severo supuso anticipar una extraña necesidad de la naturaleza humana, pues nadie quiere que le perdonen un gran pecado como si fuese uno pequeño». 6) «La Iglesia tenía que ser cuidadosa para que el mundo pudiese ser descuidado (Ahí radica el apasionante atractivo de la Ortodoxia)».
En resumidas cuentas, si «el blanco es un color y no sólo la ausencia de color», «el cristianismo procuró que los dos colores coexistieran, pero siguieran puros» como «impulsó al mismo tiempo el celibato y la familia».
Para más señas: Véase G. K. Chesterton en su celebérrima – o no tanto – Ortodoxia.