La verónicaAdolfo Ariza

Fe sentimentaloide

Actualizada 04:30

La semana pasada, en el suplemento dominical de un periódico de tirada nacional, un conocido escritor denunciaba, en su habitual artículo, la proliferación de una espiritualidad convertida en «sublimación de la sentimentalidad», «en arrebato de flipado» y «en histeria de grupi» bajo los auspicios de un Dios «que nos habla a través de la emociones subjetivas, como si fuese un cantante de boleros». Lo incisivo del diagnóstico y su forma de argumentar – lo de fe sentimentaloide es de un servidor - me hicieron recordar uno de los pasajes más deliciosos de Perder y ganar, la autobiografía novelada de John Henry Newman.

En el pasaje, cuya ambientación viene dada por la duración de un decimonónico viaje en tren, se narran las cuitas y cavilaciones en las que anda sumergido un joven inglés que resulta ser la ficción de un Newman mozalbete. Se cuestionaba al compás del traqueteo del tren si era «poco razonable empeñarse en que algo tan definitivo como la salvación dependiera de creer esta o aquella doctrina, o un poco más o un poco menos…». Para el joven, cuyo nombre en la novela es Charles Reding, asuntos como este no se podían entender sino como «una prueba del corazón». Luego el interrogante persistía interiormente: -«¿Verdad que no era una cuestión intelectual, que en realidad no estaban probando tu cabeza sino tu corazón?». En el asiento de enfrente iba un particular sacerdote católico que no dudó en responder cuando los interrogantes se materializaron en la lengua del joven. Para el sacerdote «no había, sin embargo, ‘un más o un menos’ en cosas de fe»; o, «se creía toda la revelación» o «en realidad no se estaba creyendo nada».

A la complejidad de las dudas de por sí del joven se sumaba la dispersión de una Iglesia como la de Inglaterra: evangélicos, unitarianos y los de la High Church, entre otros. Sin embargo comenzó a percibir más luz en el momento en el que el sacerdote, ante tal caos de credos, le invito a inquirir: -«La cuestión es si ellos someten su razón a aquello que reciben como palabra de Dios». Para el sacerdote hay verdadera aceptación de la Palabra de Dios cuando, precisamente, se evita dejar «de lado tantas otras cosas que están en esa Palabra de Dios». El joven empieza a entender que el criterio último de verdad no puede ser «una determinada manera de ver la cosas, que está en su cabeza y desde la cual – aunque no sea consciente – juzga la Escritura». Eso sería lisa y llanamente creer en sí mismo. No se puede tener auténtica fe si se pasa de «largo sin esforzarse por entender pasajes como ‘la Iglesia del Dios vivo, columna y asiento de la verdad’ o ‘a quienes perdonareis los pecados les quedan perdonados’».

En las cosas de la fe hay verdad cuando se percibe que la luz es «como la recompensa de los que por un acto de la voluntad, por el dictado de la prudencia y de la razón, abrazan la verdad en ese punto en que la naturaleza se encoge como un cobarde». No puede quedar otra que «aventurarse». La fe, sin dejar de ser don en ningún momento, es primero «una aventura» y después «un don». Sin despreciar los sentimientos, e independientemente del nivel de efervescencia, «se acerca uno a la Iglesia por el camino de la razón, pero para entrar dentro hay que seguir la luz del Espíritu». Y todavía no han acabado aquí las disquisiciones del joven. Entiende el joven que hay quien abandona la búsqueda «con la excusa de que hay tantas pruebas a favor como en contra», sobre todo si uno se detiene a mirar todas las aristas del poliedro Iglesia. Pero, gracias a Dios, el sacerdote vuelve a entrar al trapo: -«Eso no les pasa solo a unos cuantos».

En esos «unos cuantos» fácilmente se pueden constatar tantos y tantos casos en los que incluso dándose «una finura interior conmovedora» o «una rectitud verdaderamente admirable» falta, a todas luces, la fe. Mientras no se salga de uno mismo y no se deje de convertir en regla de todo la medida que lleva uno dentro de sí mismo; mientras no se dé una decisión tal por la que «la voluntad remate lo que es ya suficientemente razonable, pero todavía incompleto»; mientras esto no suceda no se verá mucho más allá.

Ya en el 68 lo expuso «telegráficamente» el también joven teólogo Ratzinger: «[…] la gente deja a un lado la verdad de la razón y se retira al campo de la pura piedad, […] la huida de la verdad hacia la costumbre coqueta». Es en definitiva, también en sus palabras, «un cristianismo interpretativo, que aniquila el escándalo de lo cristiano» reduciendo a este a «un cliché que se puede desechar» o a «un rodeo que, para decirlo sencillamente, no necesita para nada que se pierda el tiempo en complicadas elucubraciones para explicar su sentido».

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