La verónicaAdolfo Ariza

¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?

«Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre»

Actualizada 04:30

El interrogante de T. S Eliot en Coros de La Piedra – «¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?» – tiene su paralelo en Eternidades de Juan Ramón Jiménez: «Todos los días, yo soy yo, pero ¡qué pocos días yo soy yo! […] ¡Ve despacio, no corras, que el niño de tu yo, recién nacido eterno, no te puede seguir!». Y sin embargo hemos cambiado el conocimiento por la información despistando a ese «yo» y redirigiéndolo a través de una «falta de universalidad de facto» por la que «no existe la fórmula universal racional o ética o religiosa en la que todos puedan estar de acuerdo y en la que todo pueda apoyarse» (Ratzinger, en diálogo con Habermas, dixit).

Creo que no conviene poner en solfa un hecho tan determinante como que la admiración es la fuente de una interrogación continua, de una búsqueda permanente, para profundizar en esa realidad conocida y amada que no detiene la actividad cognoscitiva, sino que la interpela y posibilita sin cesar. Y sin embargo leía esta misma semana en una entrevista a Inger Enkvist – una de las voces más reputadas del mundo en materia educativa – que hay un factor propiciado por el multiculturalismo, lo woke y la corrección política a tener muy en cuenta pese a que casi nadie habla de él: «[…] han suprimido de los planes de estudio la lectura de las historias de aventuras, que eran la puerta de entrada para que los varones se aficionaran a leer». Está demostrado, según Enkvist, que leer sobre aventuras, pero también sobre personas excelentes, reyes, científicos, apela a la imaginación de unos chicos para los que de seguro les sería más útil primar el esfuerzo y el conocimiento y no mera y exclusivamente los valores y los mantras de un aprendizaje por ósmosis o la centralidad única y excluyente de la expresión de la personalidad del alumno.

Volviendo a Enkvist tal vez sea pertinente recordar que «vivir en lo que se llama una ‘familia intacta’ reduce la ansiedad de los alumnos y ayuda a mejorar los resultados académicos». Sin pelos en la lengua Enkvist afirma: «[…] la libertad amorosa de los padres va en perjuicio del aprendizaje en la escuela de los niños». Y a todo esto habría que añadir la pérdida de autoridad de los padres respecto de los hijos. Conviene no confundirse: «Para educar a alguien tienes que poder imponerle algo que esa persona no quiere». Es dramática ya la misma formulación de la disyuntiva Padres o Estado cuando, finalmente, sale vencedor el segundo. Si bien, citando la clarividencia de Benedicto XVI – aunque el texto fue promulgado por el Papa Francisco –, creo que salta a la vista y es compartible incluso por un no creyente que «la persona vive siempre en relación», que «proviene de otros, pertenece a otros», y que «su vida se ensancha en el encuentro con otros». «Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre». No en vano, «el lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros». Así, «el conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande» (Lumen fidei 38).

No es halagüeño un panorama en cuyo retrato el matrimonio es uno de los grandes tabúes en la educación; nos encontramos ante la primera generación en la que los que dominan son los hijos y no los padres y los intelectuales mismos no quieren ni por asomo oír hablar de educación. No es halagüeño oír aquellas voces que hablan de una decreciente exigencia del Grado de Magisterio, de unas bajas – por debajo de la media de los países de la OCDE en Primaria – puntuaciones de eficacia docente de los alumnos con un índice social más bajo o de un clima de aprendizaje en las aulas caracterizable por el ruido y las interrupciones – y esto, sin tener por que apelar al caso de acoso escolar a un menor con parálisis cerebral en un instituto de Santander -.

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