A la memoria de Francisco
En el año que él quiso dedicar a la esperanza, en una fecha preciosa y cargada de simbolismo, el lunes de la octava de Pascua, el sumo pontífice cerró los ojos a la vida terrena para abrirlos a la vida eterna. Hasta el último día cumplió con su deber como padre espiritual y no dejó de impartir la bendición pese a su manifiesta debilidad.
Echando una ojeada a estos doce años en los que ha sido el sucesor de Pedro, quizá la humildad y la misericordia destaquen como las dos notas que lo pueden describir mejor. Para siempre quedará su animación a los sacerdotes a que se impregnaran de olor a oveja dejándose empapar por el aroma de la parcela del pueblo pastoreado, su invitación a «hacer lío» en las parroquias y a salir a las periferias, o su sugerencia para reconocer a los «santos de la puerta de al lado». Muy en sintonía con la religiosidad popular, el Papa Francisco nos enseñó que esta religiosidad es una expresión particular de la búsqueda de Dios y de la fe y que cada persona que se acerca a venerar las imágenes de la Virgen y de los santos en las sedes cofrades, busca a Dios y hace visible de algún modo la fe.
Quizá la imagen más sobrecogedora o, al menos, la que para siempre me quedó grabada, llegó en la pandemia, cuando la soledad había tomado las calles y éstas eran invadidas por el silencio. Andando con paso vacilante, vivo reflejo de la fragilidad humana, el Papa Francisco demostró su valoración por esta piedad popular con un gesto sencillo. Se le pudo ver caminando en solitario por Roma para rezar y depositar un ramo de flores ante la Virgen Salus Populi Romani, protectora de la ciudad. Luego, seguiría peregrinando hacia la iglesia de San Marcello al Corso, para arrodillarse ante el Cristo milagroso que los romanos sacaron en procesión durante la peste de 1522. Se puede hablar de una «procesión» solitaria; nadie lo esperaba y nadie lo saludaría. Después de unos días, al atardecer, rezaba en la plaza de San Pedro, completamente desierta, haciéndose pequeño en tan amplio espacio. Lo acompañaban el crucifijo y el icono que veneró días antes y que ha protegido a los romanos durante siglos. Ambos momentos, muy intensos, estuvieron ligados a devociones populares romanas que el Papa hizo suyas. Supo encontrar las palabras que describían la circunstancia que el mundo estaba viviendo: todos juntos, en la misma barca, en medio de la tormenta.
Cerca de ese icono al que tanto rezó, reposarán ahora sus restos, en la basílica de Santa María la Mayor. Su imagen ya no será la última en la basílica de San Pablo Extramuros. Dejará de estar iluminada y, a su retrato en mosaico, solamente habrá que grabarle los años de pontificado. No pasará mucho tiempo para que un nuevo círculo dorado enmarque el rostro del que será su sucesor como vicario de Cristo. Así se va escribiendo la historia en esta otra basílica papal.
Descanse en los brazos del Señor, Santo Padre.