Juicio del doctor Johnson a lo políticamente correcto
«También ha tenido que vérselas el doctor Johnson con esa forma de argüir por la que el carecer de historia – como Adán y Eva en el jardín del Edén no tenían historia - se constituye en un bien que garantizaría una sociedad igualitaria»
En el juicio del doctor Johnson se exponen con detenimiento los fundamentos desde los que será emitida la sentencia. En esos fundamentos se indica que «rara vez decide nada la apatía» al mismo tiempo que se previene de una supuesta «sabiduría política» que básicamente se reduce a no «arriesgar el cuello» por nada salvo en caso de votación. Aunque no deje de tener un cierto «punto de sagacidad» la actitud de la «indiferencia» ya que «poca repercusión tiene para el individuo cuáles sean las formas de las reglas acogido a las cuales vive». Si bien no se puede despreciar «a los hombres porque se atrevieron a hacer aquello que sólo vemos con buenos ojos».
Para llegar a emitir sentencia el doctor Johnson ha tenido que vérselas con aquellos mismos «abogados de la sencillez» para los que habría que prescindir de «la cortesía» y de todas «las pequeñeces» y «minucias del decoro». Aquellos mismos «abogados de la sencillez» que de las damas afirman que «les agradaría que se les tratase con toda naturalidad». El doctor Johnson tiene claro que «la convención es civilización» y, por tanto, «no podemos prescindir de la cortesía sin perder la humanidad».
Titánico ha sido el esfuerzo del doctor Johnson por mantenerse en una de sus más arraigadas convicciones: -«[…] me reconcilia tanto más con mi ignorancia de la vida pública el hábito que tengo de hallar en la vida privada gran parte de lo que resulta esencial para la felicidad de los hombres. Mientras siga encontrando en la vida privada algo puro y constante, y sostenido por los afectos más sabios, pocas preguntas haré sobre los nombres y las insignias de las facciones políticas». Todo se resuelve en un elemental silogismo: mientras sigan existiendo las virtudes domésticas – «los más perfectos e ideales bienes del común» – «cualquier sistema político» causará «relativamente pocos males». Ha entendido el doctor Johnson que para la parte contraria
«no es racional suponer que el accidente sentimental de los dieciocho pueda ser la inspiración intelectual de los treinta y cinco». Se lo han dejado muy claro: -«¿Por qué había de ser algo que se farfulló hace años, en una capilla de pueblo, lo que le condene a usted, o a quien sea, a la infelicidad?». Además, con no poca vehemencia, ha tratado de proponer su lógica ante la insistencia en el asunto de la «separación de mutuo acuerdo». Ni corto ni perezoso ha entrado al trapo: -«Me preguntaba usted si creo en el fuego sobrenatural del hogar, en la llama que arderá por siempre. Permítame hacerle, a cambio, una pregunta. ¿Ha visto usted alguna vez dos fuegos naturales que se extingan exactamente en el mismo instante? […] Aún no estoy convertido a un credo que sistemáticamente recompense a las personas por faltar a su palabra y que las castigue por cumplirla».
También ha tenido que vérselas el doctor Johnson con esa forma de argüir por la que el carecer de historia – como Adán y Eva en el jardín del Edén no tenían historia - se constituye en un bien que garantizaría una sociedad igualitaria. El doctor Johnson, con la más verdadera de las teologías, reconoce que los hombres fueron creados en igualdad y en un estado de inocencia originaria pero que este dato no es eximente de «la caridad fraterna que los hombres se deben los unos a los otros […]».
Queda claro que la sentencia del doctor Johnson será desestimada pero no le importa. La ocasión le ha brindado la oportunidad de reafirmarse en otra de sus más firmes convicciones: -«[…] de un tiempo a esta parte tengo los asuntos particulares de las personas muy por encima de los públicos asuntos de la política». Dicho lo cual expresa su intención de «decir una sola cosa»: -«Supongamos que han depuesto ustedes a todos los tiranos y que han creado sus repúblicas; supongamos que dentro de cien años la Tierra esté llena de parlamentos libres y de ciudadanos libres. A menudo me ha recordado usted que los reyes no son más que hombres. Supongamos que han descubierto ustedes, para entonces, que los ciudadanos no son más que hombres. Supongamos que quienes esgrimen el poder son malos hombres. Supongamos que sus parlamentos sean tan impopulares como las monarquías. Supongamos que sus políticos sean más odiados que los reyes. Supongamos que retorna entonces la guerra, ese antiquísimo enemigo de la humanidad, y que despedaza el mundo y deja enigmas que tendrá que desentrañar una raza diezmada de demagogos y charlatanes. Si en ese día lejano se siente usted decepcionado y amargado, le pido una cosa. No se vuelva contra el pueblo para maldecirlo, porque en sus caprichos de ustedes, en sus necedades, han querido pedirle más de lo que pueden dar los hombres. No sea como el pobre Gulliver de Jonathan Swift que vio con claridad a dónde iba el mundo encaminado, y se volvió a los hombres y los llamó Yahoos. Cuando sus parlamentos se vuelvan corruptos y sus guerras sean más crueles, no sueñe con que puede generar un Houyhnhnm como se cría un purasangre, ni concite tampoco monstruos venidos de la luna, ni clame en su locura por algo que está más allá de donde alcanza la estatura del hombre. ¿Tendrá en ese día de absoluta desilusión la fuerza necesaria para decir que estos no son Yahoos, que son hombres, que son aquellos por quienes su Creador Omnipotente no desdeñó siquiera la muerte?».
Para más señas véase El juicio del doctor Johnson, comedia en tres actos, de G. K. Chesterton.