El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Todo el cielo

Actualizada 04:30

La pasada semana, una gran aglomeración de personas se agolpaban en torno al colegio Salesianos. Un buen porrón, nunca mejor dicho, trasegaba con cervezas y cubatas en el conocido y pequeño bar El Artista. Otra buena parte pertenecía al cuerpo de élite de comedores de pipas en público, ese tipo de ciudadanos con una habilidad sorprendente para sacar la semilla del girasol de su cáscara con un leve mordisco y un movimiento circular de la mano, a lo que sigue una mezcla de escupitajo y pedorreta por el que lanzan esa misma cáscara con la boca, hasta crear un manto uniforme a su alrededor en el que, en ocasiones, he querido ver patrones estéticos. Los comedores de pipas son como los fumadores de los frutos secos, tienen que compartir lo que ingieren, pura generosidad, siempre pensando en los demás. Como los enanos de Monterroso, se reconocen entre ellos y suelen agruparse en determinadas zonas, cuyo suelo será crujiente a partir de un determinado momento.

En torno a la entrada del centro de enseñanza incluso había personas que se subían a las ventanas de los bajos para alzarse y poder otear desde esa atalaya improvisada, como guepardos en la sabana. Todo el mundo miraba al cielo y luego al móvil. Lo primero para observar la evolución de las nubes. Lo segundo para confirmar lo que decían las aplicaciones del tiempo sobre dicha evolución. ¿Llovería? ¿No llovería? ¿Y si llovía llovería mucho o llovería poco? Era Martes Santo y salía Nuestro Señor Jesús del Prendimiento y Nuestra Señora de la Piedad.

La duda sobre la posible suspensión seguía en el aire y ya otras hermandades ese día habían decidido quedarse en el templo. En el patio de juegos del lugar se percibía movimiento, no se sabía en qué sentido. De pronto, empezó a oírse algo por megafonía, pero el bullicio no dejaba percibirlo. ¿Estarían informando? Tras varias docenas de «shhhhhhhhhhh» encadenados y alguna voz que mandaba callar al respetable, ya se consiguió entender lo que salía por los altavoces. Eran oraciones antes de iniciar el recorrido. En concreto el «Yo confieso».

Cuando la muchedumbre que se aglomeraba en la puerta se percató, inmediatamente empezaron las risas y las burlas. Aquel rezo no sólo no era lo esperado, sino que se les antojaba extemporáneo. Algunas de las mofas se prolongaron bastante. Aquellos capaces de esperar de pie la salida de dos pasos durante más de hora y media, bromeaban con hostilidad sobre lo que representaban esas figuras. Se puede considerar que muchas personas acuden a la Semana Santa con indiferencia religiosa, pero esa animadversión tan paradójica resultaba si no sorprendente en una España tan anti-católica, al menos sí suficientemente llamativa.

Recordé este pequeño hecho al morir el Papa Francisco, quien nunca viajó a España o incluso se refirió a ella como «pueblos ibéricos» tras la gota fría que arrasó la comunidad valenciana y otros pueblos de Castilla. Quien no alzó jamás la voz ante la profanación de las tumbas de Franco, Queipo de Llano o Primo de Rivera, ni tampoco ante la profanación constante del cementerio católico efectuada mediante las excavaciones sin fin de la memoria histórica. Tampoco se opuso al ataque a la cruz más grande del mundo, favoreciendo eso que se ha llamado pomposamente «resignificación» del Valle de los Caídos.

De la cabeza de la Iglesia hasta sus ovejas descarriadas que se reían del «Yo confieso» mientras quedaban admirados ante el paso del Prendimiento, pues finalmente salió, se podrían seguir analizando muchos aspectos, pero para qué aburrir si el gran poeta Julio Martínez Mesanza lo resumió todo tan magníficamente en este breve poema:

Todo el cielo de España

Todo el cielo de España inmaculado

sobre las torres frías de la tarde;

sobre las torres mudas de la tarde,

todo el cielo de España inmaculado.

Para la patria que perdió la gracia,

el cielo inmaculado inmerecido;

el insultado cielo inmerecido,

para la patria que perdió la gracia.

De nada te sirvió vencer los mares

ni adentrarte en las selvas pavorosas.

No te sirvió avanzar en el desierto

ni defender la brecha en la muralla.

Lo que había que hacer y más hiciste

y a ti misma te pagas con desprecio.

Sobre la antigua casa de María,

todo el cielo de España inmerecido.

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