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Teresa Pueyo-toquero

En defensa del hogar (y de las mujeres que no saben freír un huevo)

El amor no se mide por el menú. También puede haber un amor heroico en una cena de croquetas congeladas, servida al borde del agotamiento después de una jornada laboral que no deja respiro

Actualizada 04:30

Ha circulado mucho un artículo titulado «En defensa de la cocina, de las faldas y de la civilización». Una defensa apasionada del hogar como altar, de la mujer como reina doméstica y del fuego como símbolo de la verdadera liturgia. Y aunque hay mucho de verdad en él y está escrito con agudeza, también hay algo que chirría y que deja una sensación amarga. No porque la tesis de partida sea falsa —el hogar importa, y mucho—, sino porque el tono puede volverse injusto. Y porque una cosa es defender la grandeza del hogar... y otra, imponer un molde único sobre todas las mujeres.

Empiezo diciendo lo obvio: el hogar es el centro del mundo. Y la mujer tiene una vocación única a custodiarlo. No se trata de «reducirla» a la cocina, sino de reconocer el poder transformador de su presencia: la ternura, el orden, el ritmo cotidiano, la belleza silenciosa… todo eso es fundamento de civilización.

Sí: el mantel planchado es civilización y, de alguna manera, la revolución empezó con el microondas. No porque calentar comida sea un pecado, sino porque simboliza una ruptura: la prisa, la delegación, la renuncia a alimentar con el alma. Y esa ruptura ha tenido consecuencias culturales profundas: familias disgregadas, niños desarraigados y vínculos frágiles.

Pero el amor no se mide por el menú. También puede haber un amor heroico en una cena de croquetas congeladas, servida al borde del agotamiento después de una jornada laboral que no deja respiro. También puede haber virtud en quien, sin saber coser un botón, sostiene a su familia con sacrificios silenciosos. El fuego del hogar calienta el mundo, sí. Pero no siempre se enciende con leña.

El hogar importa, pero no se impone. No hay virtud donde no hay libertad. Y la cocina no es un altar si no hay amor. Freír un huevo con ternura puede ser más revolucionario que escribir un libro de liderazgo… pero también puede serlo enseñar a treinta niños, curar a un enfermo, dirigir con justicia una empresa o cuidar con amor a un anciano. Lo que importa no es tanto dónde estás, sino si entregas tu vida según las exigencias de tu vocación concreta.

El hogar importa, pero no se impone. No hay virtud donde no hay libertad. Y la cocina no es un altar si no hay amor.

La mujer está hecha para el don. Y ese don puede expresarse de mil formas. Como madre o como soltera. Como maestra o como abogada. Como esposa que cuida a sus hijos o como hija que cuida a sus padres. Lo que nunca debería hacer una mujer es renunciar a su misión de humanizar el mundo. Y para eso, a veces hay que estar en casa… y otras, fuera de ella.

Lo más desconcertante del artículo no es solo su tono severo, sino el destinatario de su crítica. Señala con desdén a esas mujeres que —dice— rezan el rosario en latín, visten con pudor y, aun así, se permiten trabajar fuera de casa… como si fueran incoherentes, como si les faltara algo por entender.

Pero no es así. Muchas de esas mujeres, con falda y velo, devotas de Santa Mónica y San Luis María, sirven a sus familias con una entrega heroica… y también sostienen escuelas, hospitales, negocios, parroquias y proyectos apostólicos. Trabajan dentro y fuera del hogar y lo hacen con plenitud y alegría, no porque se les haya olvidado su vocación, sino porque la viven a fondo.

Lo injusto no es que trabajen, sino que se cuestione su identidad o su claridad de vocación por hacerlo. Como si vestir falda fuera incompatible con usar la cabeza, el corazón y las manos para ponerlos al servicio de la sociedad. Como si una mujer católica no pudiera, a la vez, amar su hogar y aportar al mundo. Como si hubiera un molde exacto de lo que debe ser una mujer fiel.

Es verdad que el mundo ha cambiado y se ha deshumanizado. Pero en vez de lamernos las heridas, deberíamos enfrentar la realidad de esta nuestra era de desarraigo e intentar devolverle el corazón. No todo cambio es pérdida: cuando se ha aligerado la carga del hogar, también se ha abierto la posibilidad de llevar la ternura femenina a otros ámbitos de la realidad. Dios quiere a la mujer también en el espacio público. Lo importante es que, esté donde esté, no deje de ser femenina, no deje de ser corazón.

Yo defiendo el hogar. Lo defiendo apasionadamente, con toda el alma. Creo que el tiempo en familia no es un lujo, sino la piedra angular del orden natural. Creo que la mujer es el corazón del mundo. Creo que hemos de intentar, por encima de todas las cosas, estar presentes, dedicar tiempo, cocinar, hablar, amar.

No son menos mujeres quienes aman a sus hijos, pero no pueden multiplicarse y un día -o dos, o diez- hacen sopa de brik.

Se puede trabajar, educar hijos y hacer pasteles, pero sabiendo también que hay momentos en que la vida arrolla. No son menos mujer quienes a veces se sienten sobrepasadas; quienes hacen lo que pueden; quienes no llegan; quienes están cansadas; quienes aman a sus hijos, pero no pueden multiplicarse y un día —o dos, o diez— hacen sopa de brik.

Ser madre no es una estética, no es un estilo de vida, ni un arquetipo folclórico: es una vocación. Y como toda vocación, no se mide por ajustarse a un ideal abstracto, sino por la fidelidad en lo concreto. Por darse al 100 %, aunque eso signifique cosas diferentes para cada una.

Lo que sostiene el mundo no es un bizcocho de masa madre, sino el amor que se pone en cada pequeño acto, dentro y fuera de casa.

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