Creo en Dios pero no creo en la Iglesia
¿Cuántas veces habrás podido escuchar esta afirmación? Piensa por un momento que en estas lides ha sido la misma Providencia divina la que ha querido dar signos que, a la par que acreditan, encubren por su aparente insignificancia. Aquí tendríamos que enumerar a la tierra misma – «nada en el cosmos», a un recalcitrante pueblo de Israel – «nada frente a las potencias de la tierra» -, a una recóndita Nazaret – «nada dentro del mismo Israel» -, a un difícilmente escrutable misterio de la cruz - «donde pende la existencia de un fracasado» - y a la más discutida de las banderas como es la Iglesia –«un imagen problemática de nuestra historia , que se reclama lugar perpetuo de la revelación de Dios»-. De manera que las cosas son tan así que «cuando en la corte renacentista, la Iglesia trató de suprimir el ocultamiento y de convertirse en ‘puerta del cielo’ y ‘casa de Dios’, se transformó una vez más en un eclipse de Dios» (Ratzinger dixit).
Estos días he podido releer junto con un grupo de alumnos un pasaje de las Confesiones de san Agustín en el que el santo obispo de Hipona recuerda lo decisiva que fue para su conversión la de Mario Victorino – véase Liber VIIII de las Confesiones -. El relato y las cuitas por las que ambos transitan, vital y espiritualmente, no tienen nada de inactuales; muy al contrario podrían dar argumento frente al adagio «creo en Dios pero no creo en la Iglesia». La cosa es que Mario Victorino, durante mucho tiempo, pospone su entrada en la Iglesia ya que cree que «su filosofía» contiene ya todos los elementos del cristianismo con los que él está totalmente de acuerdo. Sus ideas filosóficas le habían llevado a las ideas básicas del cristianismo y que por eso no le parecía necesario institucionalizar sus convicciones haciéndose miembro de la Iglesia. Como filosofo que era ve en la Iglesia – como muchos intelectuales de antes y de ahora – un elemental «platonismo para el pueblo». Todo ello hasta que un día cae en la cuenta de su error comprendiendo que «el cristianismo no es un sistema de ideas, sino un camino».
Para san Agustín como para Mario Victorino, aunque costase – valga la expresión – «Dios y ayuda» –, el necesario «nosotros de los creyentes» empieza ser no «un accesorio secundario para espíritus mediocres» sino una «comunidad» que «se sitúa en un plano muy distinto al de las puras ‘ideas’». No es suficiente con «una idea de la verdad» sino que lo verdaderamente necesario es comprender la verdad como camino, y solo por ser camino se convierte en verdad de los hombres. Es vital reconocer que la verdad como puro conocimiento, como pura idea, es inoperante. De ahí que la fe cristiana nunca se haya comprendido como idea, sino como vida; nunca tampoco como «mística de autoidentificación» del espíritu con Dios, sino como obediencia y servicio.
La necesaria mediación de la Iglesia es entendida precisamente cuando se percibe que la fe no puede ser el resultado de una mera «cavilación solitaria» en la que el «yo» deja volar su fantasía y, libre, de toda ligadura, medita como un solitario. La fe es más resultado de un diálogo, expresión de una audición y respuesta abierta al «nosotros» de quienes creen lo mismo. No es posible tratar con Dios si no se logra tratar con los demás hombres. La fe se ordena esencialmente al tú de Dios y al nosotros de la Iglesia, y sólo por esta su doble condición une al hombre con Dios.
Ya lo advirtió un teólogo como Henri de Lubac: «Cuando el católico quiera exponer los títulos que tiene la Iglesia para exigirle obediencia, experimenta cierto embarazo. […] la aridez de la letra no llega a expresar adecuadamente algo que él considera, sin embargo, esencial». No puede haber otro camino que el de pasar toda argumentación al testimonio vivo de la fe. Y todo ello para con respecto no a «una Iglesia ideal e irreal», sino con respecto a la Iglesia que «existe de hecho hoy mismo». Lo dejó bien claro san Cipriano de Cartago: «No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre».