'El Principito', un magnífico libro para hablar con Dios en verano
En lo concerniente al mensaje principal de su obra maestra, «El Principito», cabe destacar que hunde sus raíces en una máxima de Blaise Pascal (católico de cariz muy devoto), la cual reza que «hay cosas que sólo se perciben con el corazón».
Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), es el autor de la archiconocida novela El Principito (además de otras obras –no tan célebres– como Ciudadela o Tierra de hombres). El escultor de esta obra maestra de la literatura universal –ubicada entre los diez libros más leídos de la historia– se caracterizó por ser un aviador apasionado.
De hecho, en su vitrina de obras publicadas, figuran títulos como El Aviador, Vuelo nocturno o Piloto de guerra, además de haber perdido la vida, en 1944, a causa de un accidente de aviación; también, se especula con que el avión que pilotaba –durante el día del siniestro– pudo ser derribado por un caza alemán (habida cuenta de que el incidente se produjo en una de las etapas más incandescentes de la II Guerra Mundial).
A su inquieta búsqueda de la trascendencia, Antoine de Saint-Exupéry le incorporó unas gotas de pasión nietzscheana, que forjaron su espíritu aventurero, su madera de hombre de acción; aunque sin que el inmanentismo ateo -ni las ensoñaciones nihilistas- del filósofo alemán llegasen a permear en su alma.
En lo concerniente al mensaje principal de su obra maestra, El Principito, cabe destacar que hunde sus raíces en una máxima de Blaise Pascal (católico de cariz muy devoto), la cual reza que «hay cosas que sólo se perciben con el corazón». Dicho aforismo de Pascal explica que la idea medular de El Principito se encuentre comprimida en la siguiente frase: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
Aquello de que «lo esencial es invisible a los ojos» me recuerda sobremanera a una proverbial revelación de San Pablo, esa que dice: «Nosotros hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor, 4, 18).
Parafraseando G.K. Chesterton, lo evidente, al final, es aquello que no puede verse. Esta realidad, también, me parece una exhortación directa a poner en práctica la locución latina intus legere (leer dentro de las cosas), como punto de partida del razonamiento filosófico; de hecho, es imprescindible para comenzar todo proceso de abstracción.
En lo que respecta a aquello de que «no se ve bien sino con el corazón», hay otra cita de San Pablo muy reveladora, la cual reza así: «A la vista está que vosotros sois una carta de Cristo redactada y escrita por mí, no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en vuestros corazones» (2Cor 3,3).
Pues bien, este mensaje principal de El Principito –«no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos»– es ilustrado –por Antoine de Saint-Exupéry– con dos alegorías tan sencillas como esclarecedoras.
El Principito recorre el espacio –hasta el punto de estacionar en siete planetas– en búsqueda de una rosa, tan corriente y efímera como todas las demás. Con esto, el autor trata de transmitirnos la idea de que aquella rosa gozaba de tantísimo valor por el significado inmaterial –véase «invisible a los ojos»– que el protagonista le había conferido.
Esta reflexión es aprovechada –por Antoine de Saint-Exupéry– para recordarnos que el amor, como realidad que no se puede ver ni tocar, es «lo esencial» de nuestra vida; y de esta guisa, sitúa a la esencia como fundamento de la existencia, a contrario sensu de lo que defendían los filósofos existencialistas (como Albert Camus, Franz Kafka, Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre, entre otros).
La segunda alegoría con la que el autor de El Principito trata de comunicarnos su idea principal se encuentra en un episodio en el que el protagonista se queda abismado –de admiración– con la belleza de un inmenso desierto.
Con este ejemplo, el literato intenta comunicarnos que alguien que se limita a escrutar la naturaleza en superficie, que solamente indaga en las razones geológicas y científicas de su composición, es incapaz de percibir la hermosura que se aloja en el interior del paisaje. Desde mi humilde punto de vista, aquí se encuentra la base y el fundamento del arte, es decir, la capacidad de descodificar el mensaje de un cuadro; no cabe duda de que «lo esencial es invisible a los ojos».
Además de la profundidad intelectual que atesora el mensaje cardinal de El Principito, esta novela filosófica –de menos cien páginas de extensión– aglutina otras lecciones de vida verdaderamente edificantes.
En el primero de los planetas que El Principito visita, un Rey le brinda el siguiente consejo: «Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo, eres un verdadero sabio».
En el segundo de los cuerpos celestes, un personaje le suplica que le admire, aunque sus alabanzas carezcan de sentido (una conducta verdaderamente humana, a decir verdad).
En el tercer ente planetario, un bebedor empedernido reconoce que vive enfrascado en la bebida para olvidarse de la vergüenza que le genera el beber sin contención.
En el cuarto, yace un hombre de negocios que se dedica a contabilizar las estrellas del firmamento, por el placer que le reporta apoderarse de las mismas, sin preguntarse, con hondura, por qué lo hace.
En el quinto, un farolero apaga y enciende sistemáticamente un farol, bajo el único argumento de que «es la consigna» (véase la norma establecida).
En el sexto, habita un geógrafo que alardea de todo lo que sabe, cuando se limita compilar la información que otros investigadores le han reportado.
El séptimo y último planeta es la Tierra, en la que abundan –por doquier– personajes hechos de la misma pasta que los anteriores.
En conclusión, creo que el éxito de El Principito radica en su capacidad de decir infinidad de cosas trascendentales en nada más que noventa páginas.