La amenaza rusa
Rusia es un estado frágil. Tiene una población desproporcionadamente pequeña en relación con su territorio. Su PIB es algo mayor que el español y sus ingresos dependen de la venta de materias primas. Sus fuerzas armadas han demostrado una capacidad operativa muy baja
En un tiempo muy breve los europeos hemos pasado de sentirnos seguros a vivir en un entorno prebélico. El presidente Trump exige que invirtamos el equivalente al 5 por ciento del PIB en defensa. La Comisión Europea toma medidas para que los estados puedan ignorar los «techos de gasto» si estos van dirigidos en esa dirección. Los gobiernos se movilizan tanto dentro de la Unión Europea, con la creación de una comisaría sobre Defensa, como fuera de ella, reconociendo la importancia de contar con la colaboración del Reino Unido, Noruega e, incluso, Turquía. Los medios de comunicación recogen todos estos movimientos creando en la opinión pública una sensación de perplejidad e incredulidad ¿Acaso no habíamos consolidado la paz en el Viejo Continente tras la creación de la OTAN y de la UE? ¿Realmente Rusia es una amenaza para nosotros? Son dos preguntas lógicas que cualquier ciudadano medianamente sensato se hace y que merecen una respuesta.
En el año 2000 uno de los grandes maestros en historia de la guerra, el británico Michael Howard, publicaba un libro de título revelador The invention of peace and the reinvention of war. En sus páginas se recogía su preocupación por el olvido de que la paz es sólo la ausencia de guerra, el resultado de la combinación de inteligencia y voluntad. Sin ese esfuerzo cotidiano, sin el convencimiento de que la paz se consolida día a día mediante la disuasión, resultado a su vez de la combinación de diplomacia y capacidad militar, el riesgo de guerra aumenta. Tras la última generación de dirigentes europeos que vivieron la II Guerra Mundial los estados y las instituciones europeas entraron en una deriva que daba la espalda a la realidad, abandonando los principios fundamentales de la política internacional. Europa está hoy compuesta por un conjunto de estados tan ricos como vulnerables, porque llegaron a confundir el PIB con el poder y la influencia.
Rusia es un estado frágil. Tiene una población desproporcionadamente pequeña en relación con su territorio. Su PIB es algo mayor que el español y sus ingresos dependen de la venta de materias primas. Sus fuerzas armadas han demostrado una capacidad operativa muy baja. Aún así es un actor internacional porque sabe lo que quiere, está dispuesto a asumir grandes sacrificios en la consecución de sus objetivos, se ha dotado de una importante cobertura diplomática y es una potencia nuclear creíble.
Rusia es una amenaza porque quiere reconstruir un espacio de influencia en su entorno, que coincide en parte con las fronteras históricas del imperio zarista. Ha invadido Georgia y Ucrania y ocupado parte de Moldavia. Intimida a sus vecinos y exige a algunos la renuncia a incorporarse a la UE y a la OTAN, al tiempo que acusa a estas organizaciones de acosarla, por el hecho de acoger en su seno a estados que libremente han solicitado su ingreso. Esos actos suponen una agresión inaceptable, que cuestiona los principios sobre los que se ha construido el sistema de seguridad europeo, empezando por el reconocimiento de la soberanía de los estados. Además el riesgo de que un acto de provocación derive en una crisis de mayor alcance es real, con todo lo que ello implicaría.
Para Rusia, como para la Administración Trump, la Unión Europea es una amenaza, pues dota al Viejo Continente de la cohesión y fortaleza necesarias para resistir injerencias ajenas. Más aún, representa la apuesta por un ente político superador del nacionalismo, lo que resulta intolerable desde sus sorprendentemente coincidentes perspectivas ideológicas.
Las brigadas rusas no nos van a invadir, pero sus acciones están dividiendo a los europeos. Partidos en uno y otro extremo del arco parlamentario rechazan la necesidad de invertir en defensa, es decir de establecer una disuasión eficaz que evite la sistemática injerencia de Moscú. Asumen parte del argumentario ruso y defienden la consecución de acuerdos que implicarían cesiones «sensatas» a costa de ciudadanos europeos, condenados a vivir de nuevo bajo la autoridad del Kremlin. Unas cesiones que no satisfarían al agresor, sino que le animarían a exigir más. La UE no superaría esas divisiones, abocándonos a ser un espacio político fragmentado al albur de los intereses de las grandes potencias y de los vaivenes de un electorado tan perplejo como desorientado.
Los españoles deberíamos haber aprendido de la reciente crisis catalana cómo Rusia aprovecha cualquier resquicio para ahondar en los problemas de convivencia y debilitar la cohesión de los estados europeos. Su maquinaria de desinformación trabajó a favor de los golpistas no por simpatía con la causa, sino por interés en dañar a uno de los estados europeos más importantes. Es sólo un ejemplo de una política coherente, enraizada en la estrategia soviética, dirigida a dividir a los europeos y garantizarse así un cómodo espacio de influencia.