Rezad por él
Jorge Bergoglio era también, y por encima de todo, un hombre. Como tal, ejerció el magisterio de su pontificado. Con sus luces y sus sombras. Debe discurrir el tiempo, un buen número de años, para que la figura de Francisco se pueda entender mejor
El 13 de marzo de 2013 el cardenal argentino Jorge Bergoglio fue elegido Papa con el nombre de Francisco. Ese día, desde el balcón del Vaticano, en la plaza de San Pedro, pidió algo elemental y, sin embargo, fundamental para cualquier católico: «Rezad por mí». Porque él, como probablemente todos los católicos, creía en la comunión de los santos. Hoy, ante la avalancha de informaciones, comentarios, panegíricos y documentales sobre su figura, como no podía ser de otra manera, me parece, en esta hora de la noche en que escribo mi pequeño apunte diario, que lo mejor que podemos hacer es seguir atendiendo su petición de «rezad por mí». Recemos por él, por su alma.
Bergoglio, el Papa Francisco, como todos los anteriores ocupantes de la silla de Pedro, y como muy bien nos enseñó el mejor intelectual de la Iglesia Católica de los últimos cien años, Benedicto XVI, era un hombre, con sus enormes virtudes y con sus inevitables grietas emocionales. Un hombre que tuvo por bandera personal el servicio a los demás, pero muy especialmente a los humildes, a los pobres. Lo hizo desde el compromiso de sobrellevar la pesada carga del cetro de Pedro. Ejerció ese magisterio desde la experiencia del propio Cristo: el amor al prójimo. Su mensaje de ir hasta los lugares más recónditos entroncaba con el relato evangélico de la alegría que hay en el cielo por cada pecador que se convierte. Fue el Papa de las periferias, de la lejanía, de la otredad, de los otros, de los demás… el Papa que quería acompañar a quienes sufrían soledad. El Pontífice que miraba a las inmensas mayorías, mientras buscaba la intimidad del rezo en soledad. Era un hombre de nuestro tiempo, un hombre de Dios. Fue valiente y solidario. Él tampoco tuvo miedo.
Jorge Bergoglio, el jesuita que fue arzobispo de Buenos Aires y llegó a Papa, era también, y por encima de todo, un hombre. Como tal, ejerció el magisterio de su pontificado. Con sus luces y sus sombras. Debe discurrir el tiempo, un buen número de años, para que la figura de Francisco se pueda entender mejor. Tal vez entonces, comprendamos su permanente rechazo a visitar España y su tierra natal, Argentina. Su simpatía hacia unos y su censura a otros. Benedicto quería recristianizar Europa. Francisco, que venía, según él, del fin del mundo, quería el mundo entero.
No busque el lector censura alguna en mis palabras. No hago otra cosa que tratar de entender los misterios que, como probablemente a todos, en la mayoría de las noches, ante la Cruz, nos achechan, nos perturban y nos conminan a seguir en la búsqueda de la razón, la fe y la vida. No es fácil. La condición humana está intrínsicamente unida a quienes representan a Cristo en la Tierra, la jerarquía de la Iglesia. San Agustín escribió, más o menos, que había que buscar y entender con la luz de ayer la realidad de hoy y con la luz de hoy comprender el porvenir. Por eso, insisto en que con el discurrir de los años lograremos entender aspectos que ahora no alcanzamos a comprender.
Ayer sonaban las campanas de todas las iglesias del orbe. Sonaban para anunciar la muerte de un Papa ciertamente singular. Eran tañidas para trasladar el dolor, pero también la alegría con la que los católicos acogemos nuestro viaje hacia la eternidad. Insisto, por tanto, en que lo verdaderamente relevante ahora, lo notable, lo obligado, es hacerle caso a Francisco y rezar por él.