No insistan, no era un político
La hojarasca de lecturas politizadas sobre su pontificado no debe ocultar lo único importante: promovió el credo católico con todas sus fuerzas y lo mantuvo intacto
Cuentan que nada más ser nombrado Papa, un campechano Francisco se dirigió al guardia suizo que custodiaba su puerta y lo invitó a compartir desayuno con él. La oferta sobresaltó al vigilante: «Si hago eso me van a echar». El Papa lo serenó con gesto divertido: «¿Quién te va a echar? ¡El jefe soy yo!». Cuentan que tras ser elegido en el cónclave acudió al hostal romano de medio pelo donde se hospedaba para recoger él mismo su equipaje y abonar su factura. Cuentan que abandonó el aislamiento de los suntuosos aposentos papales para vivir de manera más austera y colectiva en la Casa Santa Marta, una suerte de hospedería vaticana. Cuentan que renunció al solemne vestuario de Benedicto XVI –aquellos zapatos rojos…– para adoptar un hábito más humilde, «porque mi gente es pobre y yo soy uno de ellos». Cuentan que aparcó la berlina pontificia para circular en un utilitario Fiat…
Pero nada de eso es lo importante.
Cuentan que el Papa número 266 fue el primero llegado de América y el único en más de mil años que no era europeo. Cuentan que nació en Buenos Aires como primogénito de unos inmigrantes italianos que tuvieron cinco hijos. Los padres eran Mario José, un contable de la empresa argentina de ferrocarriles, que murió de un infarto viendo un partido de fútbol, y Regina María, que se dedicó al cuidado de su prole. Cuentan que el futuro Papa aprendió a bailar bien el tango de chaval, que era hincha del San Lorenzo y que de adolescente se hablaba con una chica llamada Amalia Damonte, a la que dejó al sentir la llamada. Cuentan que su madre lo veía de médico y se disgustó cuando se hizo cura. Cuentan que a los 21 años sufrió una neumonía atroz, que le costó medio pulmón...
Pero nada de eso es lo importante.
Cuentan que lo pasó mal durante la dictadura argentina, cuando mientras evitaba criticarla en alto llevaba a cargo una labor sorda y eficaz para ayudar a los perseguidos. Cuentan que sufrió también como provincial de los jesuitas y que la experiencia lo dejó tocado, pues según él mismo reconoció que tras ella hubo de acudir unas semanas a psicoanálisis. Cuentan que los remolinos de la política hicieron que jamás volviese a pisar su país tras ser nombrado Papa y que fueron la razón de que no viajase a España, donde había recibido parte de su formación como jesuita.
Pero eso no es lo importante.
El Gobierno español cuenta–o más bien finge– que el Papa al que lloramos era uno de los suyos. Omiten que hasta su último aliento Francisco defendió con toda la fuerza la dignidad de las personas, cualquiera que fuese su condición, y que se plantó con firmeza contra la subcultura de la muerte, contra el horror del aborto y la eutanasia.
Pero tampoco resulta importante en esta hora lo que puedan decir nuestro Gobierno y sus altavoces.
Cuentan sus detractores –y podría ser cierto– que le perdía un poco su locuacidad, esa propensión tan argentina a opinar raudo de todo. Y cuentan sus admiradores –y es muy cierto– que poseía el encanto y el tirón de un párroco de a pie de acera, siempre próximo, de llegada fácil al corazón del pueblo llano.
Pero eso no es lo importante.
Critican los sectores más «liberales» –llamémoslos así– que era un carca en lo doctrinal. Por el contrario, los más conservadores sostienen que aceleró demasiado. En realidad fue un Papa lampedusiano, que bajo su actividad incesante se mantuvo fiel a la paradoja del «todo tiene que cambiar para que nada cambie».
Pero esas opiniones no son tampoco lo importante.
Cuentan que su carácter era un poco volátil e impredecible, que gastaba un tonificante sentido del humor, que sabía reconocer sus humanos fallos, porque «todos somos pecadores».
Cuentan que sentía una preocupación constante y sincera, profundamente evangélica, por los golpeados por la pobreza y el desprecio, por los sufridores de eso que con tanto acierto él denunciaba como «la cultura del descarte».
Pero ni siquiera eso, siendo muy importante, es lo más importante.
Entonces, ¿qué es lo realmente importante del Papa Francisco? Pues lo que enlaza con Jesucristo, con la dimensión espiritual, con nuestra única y verdadera esperanza.
¿Qué dicen las últimas palabras que escribió Jorge Bergoglio? ¿Con qué frase cerró Francisco su encíclica final, dedicada al Sagrado Corazón de Jesús y publicada el año pasado? Con la siguiente: «Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea».
Francisco no fue un político, como parecería escuchando muchas de las evocaciones de esta hora, en especial las que llegan de una izquierda que lo ensalza al tiempo que promueve exactamente lo contrario de lo que él postulaba, en especial en lo que atañe a la causa de la vida y la importancia suprema de la fe.
El Papa Francisco fue un hombre de Dios durante toda su vida y un guía de almas. Dedicó a Jesucristo y a sus enseñanzas hasta su último hálito, cuando su físico destrozado por la enfermedad ya no le permitía ni articular más de cuatro palabras seguidas. En realidad no ha tocado ni una coma de los principios doctrinales del catolicismo (como no podía ser de otra manera).
No insistan, no fue un político. Su dimensión espiritual es lo importante. El resto se quedará, como siempre, en espuma perecedera, «polvo en el viento», que decía el poético y certero Libro del Eclesiastés.
Francisco, el Papa de los descartados y los pobres, ya está disfrutando de la luz de Dios.
(PD: ¿Por qué será que los que muestran siempre un interés desaforado por renovar el catolicismo son los que no son católicos?)