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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El año en que a España le salió todo bien

Mientras se ensalzan los ombliguismos provincianos se desdeñan las mejores páginas de una nación extraordinaria, aunque todavía hay quien las recuerda…

Actualizada 10:45

Escribía ayer sobre la enormidad de Bach y un lector atento me recomendaba en los comentarios a Tomás Luis de Victoria, el colosal maestro abulense, muerto en Madrid en 1611. Victoria, sacerdote que se formó en Roma y solo compuso música sacra, fue en su tiempo un auténtico best seller. Sus exquisitas y elevadas obras resonaban en las más monumentales catedrales europeas. Las copias de sus partituras surcaban el charco y eran esperadas con expectación en México.

En este periódico escriben dos exquisitos melómanos y eruditos, dos personas patrimonio nacional, que gustan de deleitarse con los milagros corales de Victoria. Son Andrés Amorós y Gabriel Albiac. Pero suponen sendas rara avis. Tomás Luis de Victoria es el compositor más importante de la historia de España y una figura de la humanidad. Sin embargo, si preguntamos al gran público quién ha sido el mayor músico español, no será de extrañar que nos respondan que Raphael, «que hasta tiene un disco de uranio»; o Julio Iglesias, «que triunfó en Miami», o la motomami Rosalía. Falla les sonará a una fiesta valenciana y de Victoria, ni flores. Ni siquiera nos hemos molestado en buscar su tumba, que se cree que puede estar en un monasterio de Madrid.

Es curioso -o triste, por ser exactos- que un país con un pasado tan extraordinario como el de España le esté dando la espalda para extasiarse con minucias pueblerinas y excluyentes, de corte regionalista y cantonalista.

Victoria, que murió a los 63, vivió sus últimos 24 años en el Monasterio de las Descalzas Reales, un oasis de paz en el corazón más bullicioso de Madrid y cuya visita es muy recomendable. Allí sirvió como capellán, maestro de capilla y organista para la emperatriz viuda María de Austria, hija mayor de Carlos I y hermana de Felipe II.

El monasterio había sido fundado por su hermana menor, la muy valiosa Juana de Austria, que tras enviudar con solo 20 años del príncipe heredero de Portugal retornó a España para desempeñar momentáneamente la más importante de las misiones que existían en aquel momento en el planeta: gobernar el inmenso imperio español en ausencia de su hermano Felipe, ocupado entonces en sus tratos matrimoniales con María Tudor. Juana, que moriría con solo 38 años, llevó las riendas entre 1556 y 1559, y lo hizo con enorme perspicacia y una eficaz autoridad. En esta era de empalago feminista por doquier, ¿se imaginan la que montarían en otras naciones de contar con una figura así en sus anales? Aquí huelga decir que Juana de Austria jamás ha existido para la inmensa mayoría de la población, al igual que Victoria.

No cabe esperar que un Gobierno rehén de los separatistas y el nacionalista catalán que okupa el Ministerio de Cultura se dediquen a sacar brillo a las glorias pretéritas de España, pues se centran en todo lo contrario: fomentar la leyenda negra antiespañola. Pero por fortuna, a veces surgen algunas iniciativas a contracorriente que nos consuelan de tanta idiocia.

El Museo Naval, situado a solo tres minutos andando de la Cibeles y gestionado por el Ministerio de Defensa, no es todo lo conocido que debería. Pero no existe mejor receta contra el catetismo regionalista que darse un paseo por sus salas. Mapas, cuadros, instrumental técnico, cartas, magníficas maquetas de barcos… van reconstruyendo la historia de España a través de su empresa naval. Sales de allí reconfortado por formar parte de una nación de formidable pasado, tantas veces situada en primera línea del devenir de la humanidad.

Ahora un amigo me alerta de una estupenda idea que han tenido en el Museo Naval. Frente a la visión ceniza de nuestro pasado que nos inculcan la izquierda y el separatismo, se han lanzado a organizar una exposición dedicada al año en que a España le salió todo bien (y cuidadín, Margarita, que como se entere Sánchez de tanto españoleo igual te lamina por orden de Puchi). La muestra se llama 1625, Annus Mirabilis, el año maravilloso, y se centra en un hito bélico de la monarquía de Felipe IV: la reconquista de la importantísima plaza de San Salvador de Bahía, en Brasil, que el año anterior nos habían birlado los holandeses asestándonos un duro revés.

La exposición recoge los detalles de la gesta de Fadrique de Toledo Osorio, capitán general de la Mar Océana, que con su asombrosa flota hispano-lusa (Portugal estaba entonces unido a España bajo la corona de los Habsburgo), formada por 52 navíos y 12.500 hombres, les dio para el pelo a los holandeses. Aquella victoria supuso un enorme golpe propagandístico, de eco en toda Europa.

Pero aquel año los españoles encadenamos además una sensacional racha de éxitos: la recuperación de Génova y de San Juan de Puerto Rico, el sitio de Breda, la defensa de Cádiz contra los ingleses. España mantenía su sensacional imperio. Y no solo brillaba en el plano de las armas. Añado por mi cuenta que en casa escribían talentos como Quevedo, Lope, Góngora, Gracián, Calderón, Tirso de Molina. Si quieren deprimirse un poquito pueden compararlos con nuestra cuadra literaria actual... Por supuesto: para nuestros doctos bachilleres, «la generación mejor preparada de la historia», que decía Zapatero, Quevedo es un cantante de reguetón y Calderón, un jugador de baloncesto.

Todo ese pasado tan valioso se ignora por sistema en nuestro sistema educativo para que los niños aprendan supuestas gestas comarcales, a ser posible cebadas en el curare del rechazo al país que nos une a todos. Confío en que algún día se nos pase el rapto de estupidez transitoria y volvamos a ser un país normal, para más señas, uno de los mejores.

(Feliz Pascua de Resurrección a todos, incluidos aquellos que prefieren no darse por aludidos).

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