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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El peruano que se fajó por España

Mientras otros 'intelectuales' se encogían de hombros ante el golpe en Cataluña, Vargas Llosa habló contra los fanáticos separatistas con claridad y raciocinio

Actualizada 16:43

Solo lo vi una vez. Fue en el año del Mundial de Naranjito. A su selección, Perú, le había tocado disputar la fase de grupos en el estadio de Riazor. Vargas Llosa tenía entonces 46 años y ya era una gran figura literaria. De hecho había publicado las dos mejores novelas de su carrera, al menos en mi modesta opinión de aficionado: Conversación en la catedral y La guerra del fin del mundo (y me impongo releer ya la primera, pues su denuncia sobre cómo la inmoralidad carcome la política resulta muy pertinente respirando lo que respiramos).

En aquel verano del Mundial peinaba yo 18 eneros y había leído las citadas novelas, que me habían asombrado. Para sostener a su familia, e imagino que también por divertirse y viajar, el literato mantenía su faceta periodística y estaba en La Coruña comisionado por un periódico de su país para cubrir los partidos del combo peruano. ¡El futuro premio Nobel de gacetillero deportivo!

Pero a Vargas no se le caían los anillos. Se reía, con esa risa suya, un poco exagerada, y firmaba unas crónicas muy amenas, desenfadadas. En mi calidad de chaval letraherido me entró un pequeño ataque de fan al saberlo en mi ciudad. Así que compré otro libro de él, Pantaleón y las visitadoras —que en realidad me decepcionó, como todo el Vargas ironista, pues considero que el humor no era lo suyo—, y acudí a verlo al discreto hotel playero de Santa Cristina donde lo habían hospedado. Gastaba la apostura de un elegante galanzote de cine, incluso con aquellos dientes a lo Freddie Mercury, y hacía gala de la cordialidad del más afable de los relaciones públicas. Me rubricó la novela y se mostró muy cortés. Ahora, en este día de su muerte en Lima, ojeo el libro de la rúbrica, amarilleado por los años, con picaduras de la humedad en el papel, y mi recuerdo de él es de gratitud. Pero no solo por la altura de sus obras, que son lo realmente importante, y su jovial amabilidad, sino también por el servicio que prestó a mi país en un momento muy duro, en el que tantos cobardes callaron.

En una de sus contadas entrevistas, el Bob Dylan crepuscular reconocía que nunca más había vuelto a disfrutar de nada similar al tremendo chispazo creativo de sus años sesenta, un fulgor que ni siquiera él mismo sabía de donde le venía. Resulta frecuente que muchos creadores y científicos den lo mejor de sí en su despuntar. Vargas Llosa fue uno de ellos. Cuando le llegó la dicha del Nobel, en 2010, sus obras maestras quedaban tres y cuatro décadas atrás. Sus novelas de los últimos años eran más bien reportajes novelados, o libros superfluos, como el cargante compendio rijoso de don Rigoberto. Pero daba igual, porque sus catedrales ya estaban construidas.

Además de ser un literato soberbio, un erudito de la literatura y un sensato y claro ensayista, Vargas tuvo una sonora vertiente política (su derrota contra Fujimori) y social (daba un puntito de pena verlo ya muy añoso subido en la nave de la más longeva diva del papel cuoché, parapetado tras sus libros cuando a la prensa solo le interesaba su opinión sobre Tamara).

Como ensayista y como político abrazó siempre el sentido común. Hizo bueno aquello de que «quien no es socialista de joven no tiene corazón, pero quien lo sigue siendo de mayor no tiene cabeza». Coqueteó con el comunismo. Visitó varias veces a Fidel y creyó en él. Hasta que fue calando la verdad cruel, implacable, del personaje. Con la Primavera de Praga contempló toda la brutalidad del invento en plena acción y se dio de baja. Mientras tanto, otros, como Gabo, preferían mantener las orejeras izquierdistas bien caladas para no contradecirse a sí mismos y no recibir el repudio de la altiva secta. Vargas Llosa, en cambio, se situó bajo la advocación liberal de Popper y abrazó la causa de la verdad, hasta el extremo de convertirse en un lúcido crítico de una ideología que por volumen de víctimas y daños es la más letal de la historia: el comunismo.

Y acabamos con lo que quiero subrayar en esta hora y que soslayan nuestras televisiones del régimen: su brava defensa de España durante el gravísimo desafío contra la unidad nacional de 2017. El intelectual español que más se significó a la hora de defender a España frente a aquel golpe xenófobo del separatismo catalán fue… ¡un peruano! Así se escribe la historia. Mientras los paladines (y paladinas) de nuestra artistada callaban como muertos, mientras los alatristes se quedaban en el habitual pellizquito, mientras los Sabinas y Serrats criticaban el golpe, pero con muchísima cautela y en giras americanas con un océano de por medio, Vargas Llosa denunciaba aquel atropello con contundencia y cargado de razones. Incluso pisaba con gallardía las calles de Barcelona para participar en las protestas en defensa de España y del imperio de la ley frente al capricho de Puigdemont y Junqueras. Solo por eso, los españoles ya le deberíamos un aplauso, aunque no hubiese escrito ni una coma.

Que descanse con Dios el maravilloso escribidor, pues aunque era agnóstico, en esta hora estará descubriendo que la misericordia divina aguardaba al final de la última página.

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