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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

De perros, personas y cajas

A veces empieza a cundir la sensación de que a mucha gente le importan más sus canes que los seres humanos

Actualizada 17:21

Las constantes y crecientes rupturas matrimoniales son una de las plagas no reconocidas de nuestra era, porque cuando hay hijos de por medio en edades delicadas la verdad es que muchos quedan anímicamente destrozados, con los consiguientes daños futuros en la fábrica social. Por eso una sentencia de divorcio no supone una noticia, sino la pura rutina.

Sin embargo, la Audiencia Provincial de La Coruña acaba de dictar una que se sale de lo común. El juez establece en su decisión los periodos de visita del perro de la familia. Lo hace atendiendo a la Ley de Bienestar Animal, que regula el trato a los que denomina como «seres sintientes». El can queda bajo la custodia de la madre, pero el exmarido se lo podrá llevar con él en su mes de vacaciones. Además, el padre aportará 25 euros para la manutención del chucho. Mi primer reflejo al leer la noticia es que nos hemos vuelto todavía un poco más gilis de lo que sospechaba, al permitir que el Estado se interfiera en todo de semejante manera. Pero tal vez se trate de una decisión razonable, dado el extraordinario apego de mucha gente hacia sus mascotas.

Cuando me tocó vivir en Inglaterra, donde los lazos familiares son gélidos comparados con la bendición de los nuestros, al observar el extraordinario afecto de los ingleses por sus perros y gatos llegué a sospechar que los querían más que a las personas. Ahora en España empieza a asaltarme la misma sensación.

El mundo se divide en amantes y detractores de los perros. En el plano de la teoría, yo soy pro, por su lealtad a toda prueba y por el extraordinario sostén que suponen para muchas personas.

Pero en la práctica me pasa como con los niños ajenos: muy riquiños, sí…pero casi mejor si los aguantan sus padres. Si nos permitimos un poco de rollazo freudiano, tal vez mi caso atienda a un pequeño trauma de la infancia. De niño me regalaron un precioso cachorro negro, que me presentaron como un auténtico 'perro lobo' y al que llamamos Cuquín. Como pasa siempre, el can creció. Se volvió un perraco agresivo, poco apto para la ciudad y para un piso. Para solventar el problema, mi padre tuvo la psicodélica idea de llevárselo con él a la mar. En el barco, los marineros, que sostenían sus vigilias con algún que otro carajillo, adoptaron la pésima costumbre de ponerle un poco de coñac a Cuquín en el platito del café. Nuestro can, ya de natural nervioso, se destempló todavía más con su nueva afición beoda. En una ocasión, nada más atracar en el puerto de La Coruña, saltó a tierra como si fuese un clon del perro de Baskerville y le arreó una dentellada tremenda en la pantorrilla a una estibadora. Uno de los marineros se lo llevó a su aldea, allá por Malpica, para sacrificarlo discretamente.

Fue un dramón infantil y desde entonces me cuesta encariñarme con los perros ajenos. De hecho, confieso abochornado una imperdonable tara antianimalística: me pongo del hígado cuando un bicharraco babeante y oloroso se me echa encima a modo de saludo mientras el dueño me tranquiliza con una de las coletillas más estúpidas que existen: «Tranquilo, que no muerde». Ya, ya, ¡solo faltaría!

Cuando camino hacia el periódico por las mañanas, veo cada día en una perpendicular a la calle San Bernardo unas cajas de cartón rectangulares tiradas en la acera. Dentro dormita un vagabundo. En los días crudos de invierno me imagino en su lugar, con el pavimento helado como somier. Durísimo. Por supuesto no hacemos ni caso ante la situación de esa persona. Una de las mañanas, transitaba por allí un paseante con su perro. El animal procedió a evacuar al lado de la caja del sin techo. El dueño, cívicamente, sacó su bolsita de plástico y procedió a rebañar el pastelón de su mascota. Me quedé pensando que yo no recogería aquello en aquel instante ni por un buen dinero. Me pregunté también si ese señor, que se sacrificaba así por su perro, estaría dispuesto a hacer un esfuerzo, de cualquier tipo, por la persona que dormía a su lado dentro de un embalaje.

Nuestras sociedades, de un hedonismo compulsivo y cada vez con menos hijos, son una máquina de soledades, así que los buenos de los perros nos aportan la compañía que ya no encontramos en nuestros congéneres. Mientras, personas quebradas deambulan por las calles más opulentas de las ciudades, vagabundos sin hogar que preferimos considerar invisibles. Por supuesto conozco el argumento con que lavamos nuestra mala conciencia: «Es que la mayoría son alcohólicos y enfermos mentales y rechazan la ayuda que se les ofrece». Pero aún así algo se está averiando, porque los casos van muy a más.

En Jueves Santo se recuerda el sacrificio extremo del que dio la solución contra el pasar de largo. Por eso el hombre de la caja de cartón nunca está solo. Jesucristo, vejado, dolorido y despojado de todo en la cruz, le otorga la misma dignidad que al más poderoso de los seres humanos.

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