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Ignacio Crespí de Valldaura

¿La humildad nos hace más sabios? Los santos y los filósofos responden

La humildad nos hace más sabios, puesto que al reconocer nuestra ignorancia delante de Dios, estamos confiando nuestro limitado entendimiento a la sabiduría infinita del Todopoderoso.

Actualizada 04:30

No veo mejor manera de empezar este artículo que con la siguiente cita de Santa Teresa los Andes: «Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. Él, la inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado».

Tras leer con inefable delectación este renglón lapidario, extraigo la conclusión de que la humildad nos hace más sabios, puesto que al reconocer nuestra ignorancia delante de Dios, estamos confiando nuestro limitado entendimiento a la sabiduría infinita del Todopoderoso. Lo mismo sucede, a la sazón, con el resto de nuestras debilidades.

De esto, que el sabiondo que carezca de humildad sea menos sabio de lo que podría ser, puesto en vez de confiar su sabiduría a la de Dios (el que más sabe), la confía a sí mismo (ser endeble y limitado). Me parece algo así como tener una gran capacidad de nado, pero renunciar a unas aletas que te harían llegar muchísimo más lejos; o, por el contrario, no gozar de tal destreza para nadar, pero traspasar límites infranqueables por el hecho de haber aceptado humildemente las aletas.

Teniendo en cuenta que esto afecta al conjunto de nuestras virtudes y defectos, podemos comprender por qué G.K. Chesterton decía que el humilde reconocimiento de la propia debilidad es una manifestación de fortaleza. Este literato lo explicó con una serie de metáforas excelsas, como que «los ángeles pueden volar, porque se toman a sí mismos a la ligera»; que los pájaros lo hacen debido a que la fragilidad es fuerza; o que los grandes santos han brillado por su levedad, y no por su poder de levitación.

Un amigo al que muchos consideramos una eminencia me dijo, en una ocasión, que nuestro cerebro, al lado del de Dios y de los ángeles, es del tamaño de una mosca, razón por la cual carece de sentido ufanarse de lo inteligente que uno es; a lo que añadió que al ser nuestra inteligencia de una magnitud microscópica en comparación, apenas se puede apreciar la diferencia entre la capacidad intelectual de Fulanito, Menganito o Zutanito (visto desde esta óptica tan humilde y trascendental, luego tan sabia).

Otra idea capital sobre la humildad vendría recogida en la siguiente advertencia del Padre Pío, el Santo de Pietrelcina, ante la tentación —infligida por el demonio— de caer en el orgullo: «Todo el bien que hay en mí me lo ha prestado Dios; glorificarme de lo que no es mío sería una locura».

Por muchos «éxitos» que hayamos cosechado mediante «nuestros medios, méritos y esfuerzos», creo que somos escasamente conscientes de lo ayudados que hemos sido a través de los dones, talentos y carismas otorgados por Dios.

Hay otra razón medular por la que la verdadera sabiduría requiere de una humildad inenarrable, que es que el amor, como aspiración más elevada, necesita de una actitud desprendida —luego humilde— por nuestra parte. En otras palabras, para amar de verdad, es imprescindible que nos hagamos pequeños, puesto que supone la muestra más desembarazada de entrega; y este gesto la humanidad no lo ha podido ver en nada con mayor plenitud que en la crucifixión de Jesucristo, Quien se dejó torturar y escarnecer —hasta límites que no conocen órbita— para redimirnos.

Por esto, San Pablo nos anima a ser humildes y a no creernos sabios en los siguientes términos: «Si alguno cree que sabe algo, es que todavía ignora cómo hay que saber; pero si ama a Dios, entonces está unido a él» (1 Cor 8,2); «no seáis orgullosos, poneos al nivel de los humildes; no os consideréis sabios» (Rom 12,16); «no hagáis cosa alguna por espíritu de rivalidad o de vanagloria; sed humildes y considerad a los demás superiores a vosotros» (Flp 2,3).

Abordada la humildad desde la óptica de los santos, doy paso a algunas reflexiones filosóficas dignas de encomio.

Cuando León, Rey de los iliacos, le preguntó a Pitágoras —en el siglo V a.C.— a qué se dedicaba, este no se presentó como un sofos (sabio), a la manera de sus antecesores, sino como un amante de la filosofía, véase como un filósofo (de fileo, amar, y sofia, sabiduría).

Así pues, un buen paso para adquirir ribetes de humildad es evitar el considerarse a uno mismo como un «sabio». A raíz de esto, se me ocurre que en vez de decir «se me da muy bien esto o aquello», no sería mala idea sustituirlo por un «me gusta tal o cual materia»; y sobre todo, no caer en esa tentación —tan inveterada en la sociedad de nuestro tiempo— de metamorfosear el verbo «presumir» en la locución «venderse bien», para, acto seguido, vanagloriarse, pavonearse o ufanarse de lo válido, resiliente y proactivo que es uno (además de resolutivo y aplicado). En síntesis, mercadear tanto con la marca personal no es otra cosa que un eufemismo del pecado de soberbia; se trata de un autoengaño, de una autojustificación edulcorada por un uso artificioso de la retórica.

Cabe destacar que la humildad acrecienta nuestra sabiduría por el hecho de que nos hace conscientes de una realidad: hay más cosas que desconocemos de las que sabemos.

Por algo, el escritor Francisco Umbral entendía la cultura como aquello que aún no hemos adquirido. Y por alguna razón, Sócrates admitió su desconocimiento al pronunciar el proverbial «solo sé que no sé nada»; es más, este pensador griego veía la ignorancia —nesciencia— como el punto de partida para descubrir —alecéia— la verdad, hasta el punto de que conseguía, a base de interrogar a los más indoctos con preguntas bien formuladas, conducirles hacia conclusiones superiores a las de otras personas muy cultivadas (esta práctica es tradicionalmente conocida como el arte de la mayéutica).

A esta conclusión socrática de partir de la ignorancia para descubrir la verdad, yo le agregaría que la soberbia intelectual, al impedirnos reconocer lo ignorantes que somos, nos puede empujar a perseguir una verdad distinta de la verdad auténtica (valga la redundancia).

De facto, esto es justo lo que les ocurrió a los sofistas clásicos, aquellos que, en tiempos de Sócrates (y contraviniendo a Sócrates), tras utilizar su sabiduría para hacer negocio (a base de ayudar —con su dominio de la dialéctica— a no pocos delincuentes a embaucar a los jueces para que fallasen en su beneficio), terminaron cayendo en el escepticismo.

De lo expuesto en el párrafo anterior, se puede inferir una sospechosa coincidencia: tanto los sofistas clásicos —contrarios al descubrimiento socrático de la verdad— como los pensadores modernos que renunciaron a la escolástica de Santo Tomás de Aquino —defensora, también, de la verdad— se volvieron escépticos y relativistas con respecto a la misma. ¿Casualidad o causalidad?

Otra sospechosa coincidencia es que la soberbia intelectual estuvo muy presente tanto en los sofistas clásicos como en los teóricos que abjuraron de la escolástica tomista. Prueba de esta prepotencia es que justo la época posterior al medievo de Santo Tomás sea conocida como Renacimiento; lo cual da a entender que el mundo había estado muerto antes de que ciertos sabiondos modernos y encumbrados adquiriesen su cuota de protagonismo en la historiografía del pensamiento.

Otro ejemplo ilustrativo de semejante altanería —propia de los pensadores modernos renuentes a la escolástica tomista— es aquella conclusión de Karl Marx, esa que decía que los filósofos anteriores a él se habían limitado a interpretar la historia, para, en consecuencia, autoproclamarse como el novedoso transformador de esta. Por otro lado, se encontraría Jean-Jacques Rousseau, quien se atribuyó la proeza de ser el impulsor de un hombre nuevo; o David Hume, erudito que tuvo la osadía de negar tanto la existencia del concepto de sustancia como de causalidad, sin los cuales el pensamiento no hubiera podido evolucionar; o Immanuel Kant, al tener el atrevimiento de sentenciar que lo exterior a nuestra mente no es real, sino un «caos de sensaciones» que se convierte en realidad en cuanto lo ordenamos espacio-temporalmente dentro de nuestra cabeza; etcétera, etcétera, etcétera.

Me da la sensación de que cada uno de ellos se creía una especie de «Jesucristo de la filosofía», de que el mundo renació —volvió a nacer— gracias a sus aportaciones, y que, por consiguiente, todos sus antecesores estaban diametralmente equivocados. Algo similar les ocurría tanto a los gnósticos ligeramente posteriores a Cristo como a los estoicos anteriores a Él: en ambos grupos de pensadores, se consideraba como estólidos, ignaros o necios a quienes no se acomodaban a su manera de ver la vida.

Otro aspecto en el que incidía Sócrates es en la importancia capital de conocerse a uno mismo; lección que provenía del consabido lema cincelado sobre el frontispicio del templo de Apolo en Delfos, el cual decía: «Conócete a ti mismo».

A raíz de esto, me vienen a la cabeza dos preguntas retóricas: ¿Qué mejor manera hay de conocerse a uno mismo que juzgarse interiormente con humildad? ¿Acaso no actúa la soberbia como un antifaz a la hora de observar nuestras miserias? ¿O como una lupa que amplía el tamaño de nuestras virtudes?

Como corolario de mis preguntas retóricas, considero imprescindible incluir la siguiente de William Shakespeare: «Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado?».

Por consiguiente, cuando pensemos que nos lo merecemos todo y que la vida ha sido injustísima con respecto a la magnitud de nuestros méritos, recordemos esta cita interrogativa de Shakespeare, espigada de su tragicomedia Hamlet.

Volviendo la mirada al asunto de que desconocemos más cosas de las que sabemos, cabe considerar que la figura del sabio integral renacentista —como Descartes— o de sabedores tan oceánicos como Leibniz no serían capaces de abarcar lo que los teólogos llaman Luz de gloria, que es ese entendimiento suprarracional —que no irracional— impenetrable para inteligencia humana.

Por esto último, tanto Aristóteles como Santo Tomás de Aquino comprendieron que la máxima facultad del entendimiento es rendirse humildemente ante la existencia de una primera causa —eficiente de sí misma— que sobrepasa nuestro limitado conocimiento; a la postre, un solo ser necesario, no creado por otro, es el único que puede haber dado origen a todo

A esto, anexémosle que el Aquinate, tras haberse preguntado con detenimiento y hondura por la finalidad de las cosas, se vio en la tesitura de postrarse ante la necesidad de un fin último, trascendente, superior a todos los demás fines.

Lo mismo le sucedió a Santo Tomás de Aquino en lo tocante a la perfección, bajo el razonamiento de que las personas poseemos virtudes en un grado perfectible, mejorable, por lo que resulta imprescindible que exista un ser capaz de aglomerar todas ellas en su absoluta plenitud. Al final, la humildad le condujo a la lógica de que tiene que haber un Dios que supere aquellas barreras que nuestra sabiduría es incapaz de franquear.

Estas verdades-límite, como el hecho de que Dios existe, las podemos vislumbrar —véase avizorar, entrever, contemplar en un horizonte lejano y difuminado— a través de la razón o/y la Revelación. Esto es lo que el buey mudo calificó como praeambula fidei (preámbulos a la fe).

Como colofón, cierro el telón con esta ilustrativa cita de San Pablo: «Sed amables, humildes y pacientes; soportaos unos a otros con amor» (Ef 4,2); y recuerda: cuando te falte amabilidad, humildad y paciencia para soportar a alguien, piensa que estás muy —pero que muy— necesitado de ser soportado amorosamente por Dios.

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