Por derechoLuis Marín Sicilia

Los riesgos del buenismo

Los vividores del cuento se enrocan en el poder y persiguen sin rubor a quienes se oponen a ese paraíso artificial que solo disfrutan la nueva casta de oportunistas

Actualizada 04:30

El populismo, llevado a su máxima expresión, encubre normalmente una forma de tratar a la ciudadanía como un complejo masificado de individuos menores de edad que deben ser guiados para conseguir sus sueños de bienestar como única razón de su existencia. De esa manera, los propulsores de tal doctrina, primaria y simple en su formulación, se erigen en profetas salvíficos de la masa a la que llaman pueblo, invitándolos a no preocuparse por su futuro porque los nuevos profetas lo harán por ellos y les garantizarán el pan de cada día, que incluye tranquilidad, ocio y bienestar.

Hay populismos en los dos extremos, a diestra y a siniestra, pero la experiencia nos demuestra que es este último el que consigue perpetuarse más allá de lo razonable. El primero, antes o después, suele terminar evolucionando hacia posiciones más o menos tolerantes y liberales, tanto en términos económicos como sociales. Por contra, el populismo que se hace fuerte y absolutista es el que basa su doctrina en postulados neocomunistas, disfrazados hoy de todo tipo de reclamos identitarios en los ámbitos territoriales, personales, raciales y de género.

Países de nuestro entorno cultural de Iberoamérica sufren este tipo de populismos dictatoriales, como ocurre en Cuba, Nicaragua o Venezuela y cuya semilla tiende a expandirse limitando libertades en pro de una pretendida justicia social que termina, normalmente, favoreciendo a una nueva casta, la de los dirigentes que controlan un poder en el que se enquistan de forma sólida e ininterrumpida.

Curiosamente estos populismos se implantan con mensajes primarios de acabar con ciertas desigualdades y se apoyan en las capas más desfavorecidas. Una vez provocada la ruina general del país, al acabar con los valores liberales que hacen avanzar y progresar a las sociedades libres, la casta dominante se ve obligada a imponer su doctrina mediante una persecución implacable de los disidentes que, curiosamente, son cada vez más numerosos entre los estamentos más bajos de la sociedad. Es lo que ha pasado en Venezuela donde el triunfo de la oposición al chavismo ha sido contundente precisamente en las zonas más deprimidas, lo que acredita el cansancio de un pueblo engañado y manipulado.

Cuando se piensa que todo el monte es orégano, que la riqueza es ilimitada, que se puede vivir sin trabajar, que la inteligencia no debe ser premiada y que los estamentos gubernamentales los ocupen los leales doctrinarios y no los más preparados, los países se empobrecen, los vividores del cuento se enrocan en el poder y persiguen sin rubor a quienes se oponen a ese paraíso artificial que solo disfrutan la nueva casta de oportunistas sin más bagaje que un populismo barato y trasnochado.

Felipe González, que conoce bien la América hispana, ha dejado claro el compromiso ético que España debiera tener con Venezuela, apoyando sin fisuras al vencedor Edmundo González que derrotó abrumadoramente, con el voto popular, a un régimen dictatorial que ha expulsado a más de seis millones de venezolanos de su país. Son los riesgos del populismo cuyos beneficiarios terminan huyendo con el botín cuando un pueblo escarmentado se rebela sin vuelta atrás.

Felipe González está dispuesto a acompañar al vencedor el día 10 de enero para que tome posesión como presidente electo de Venezuela. Sánchez, por contra, guarda silencio mientras su amigo Zapatero compadrea con el perdedor, un Maduro que no quiere entregar el poder. Es el caso que los populismos suelen dispensar a las urnas cuando estas le vuelven las espaldas. ¡Y tienen la cara dura de hablar, dicen, en nombre del pueblo que están esquilmando!. Y es que, por desgracia, aún hay algunos ingenuos que caen en la trampa de los falsos buenistas de vocación totalitaria: embaucadores sin principios que no creen en otra cosa que en sus ilimitadas ansias de poder.

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