Crónicas Castizas Maq, el que se viste por los pies
Nuestro hombre solo se despidió de su jumento, lo abrazó y los más viejos del regimiento juran que se les humedecieron los ojos a ambos animales
Manolo, Maq para los amigos del colegio de la calle del Pez, había pasado una temporada a la sombra de las hospitalarias instituciones penitenciarias del Ministerio de Justicia. Fue por un choque con unos policías que acudieron a una riña tumultuaria en la madrileña Plaza Mayor. La bronca fue por la interpretación de una canción: «Se miraron en la arena los dos gallos frente a frente, el gallo rojo es más fuerte pero el negro es más valiente…» Que así no es, que sí lo es, que el gallo rojo más y volaron los puñetazos al pie de la estatua impertérrita de Felipe III, regalo del gran duque de Florencia al rey de España a principios del siglo XVII. ¡Qué siglo, señores! Cuando, decía Ramiro de Maeztu, «los españoles de los siglos XVI y XVII habían sacrificado a la gloria de Dios y de la Iglesia los interés inmediatos de la Patria».
Ya estoy desbarrando. El caso es que repartiendo estopa, Maq no distinguió a los miembros del nuevo mester de progresía de los policías de paisano, tan bien caracterizados iban. Se empleó a fondo, en Maq eso es decir mucho, y acabó, juez mediante, en la cárcel donde pudo proseguir con su afición al boxeo con los criminales etarras que estaban compartiendo el espacio de la prisión
Su siguiente destino, con esos antecedentes, fue un batallón de artillería de alta montaña, donde Maq y las mulas se batieron ganando Manolo por puntos porque en cabezonería es irrebatible. Las mulas estaban resabiadas de pasar de manos de un quinto a otro cada 18 meses, coceaban, mordían y te despeñaban por los senderos al primer despiste. Maq odiaba a su terca mula y era correspondido, más que palabras. La disciplina no era lo suyo, de ninguno de los dos, y el Ejército prescindió de Maq en cuanto pudo. Nuestro hombre solo se despidió de su jumento, lo abrazó y los más viejos del regimiento juran que se les humedecieron los ojos a ambos animales.
Al volver a la vida civil, Maq se casó con una hermosa muchacha pero un inoportuno retraso en un vuelo de Iberia le hizo volver a casa antes de tiempo y encontrarse a su esposa con su socio, ambos en paños menores como en la canción de la molinera y el corregidor. Maq cogió una espada de la panoplia toledana de la pared y esgrimiéndola invitó a ambos a salir a la calle en cueros, a la cual accedieron gustosos y con prisas vistos los argumentos de fiel acero castellano que Maq esgrimía.
Fue dando tumbos por aquí y por allí. No le faltaba coraje que heredó de su padre, un viejo divisionario curtido en la campaña de Rusia, durante la Segunda Guerra Mundial, de donde se trajo la Cruz de Hierro y algo de metralla encarnada.
Abrió otro negocio, practicaba un pesimismo heroico. Maq se emparejó de nuevo con una joven colombiana, bajita y morena, de ojos luminosos, que había sido buscadora de gemas en el mundo sin ley de las minas de Quípama en su país. Las historias que contaba sobre los guaqueros y demás buscones daban para una trilogía de novelas de acción, aderezadas de fe porque es una mujer creyente, tanto que apenas lo puedes creer.
Cuando su negocio se fue al carajo, la crisis decían los entendidos que siempre las pronostican a toro pasado, Maq, su señora y casi todos sus hijos marcharon a la antigua Nueva Granada y, allende los mares, levantaron con mucho esfuerzo y más ganas una granja donde crían animales y plantan vegetales. Allí está Maq montado en un equino, recordando su mula del servicio militar, con su cinturón tensado por la funda de la pistola que carga porque aquel horno colombiano no está para bollos pacifistas, diga lo que diga Gustavo Petro.
Fernando no les acompañó, el primogénito del primer matrimonio de Maq, quien cambió los estudios de Historia en el CEU por el Tercio legionario y al que Dios bendijo con una mujer fuera de serie. Pero esa es otra historia que, sumada a otras, hace la Historia, esa que enseñan Togores y Orella.