Redacción de El RotativoGM

Crónicas castizas  Los vecinos de El Rotativo

Llegamos a tirar 45.000 ejemplares por edición. No estaba mal. Sin aquellos estudiantes formidables hubiera sido imposible

Hace más de 20 años, el decano Togores me encargó sacar un periódico en papel con alumnos de la Universidad CEU San Pablo. A ello me puse con ilusión en un antro sin ventanas que había en la calle Julián Romea. Cuantos pasaron por allí eran buena gente, de la mejor. Reproduje el ambiente de una redacción porque era una redacción. Llegamos a tirar 45.000 ejemplares por edición. No estaba mal. Sin aquellos estudiantes formidables hubiera sido imposible. Aún seguimos en contacto, aunque ahora ya son padres, madres y profesionales. Dejé huella en ellos y ellos en mí, indeleble.

Junto a una pared del aula-redacción estaban varios despachos. En uno de ellos moraba el profesor Alberto Miguel Arruti. Un día de cafés, ¿qué sería de aquellas redacciones sin cafés y humo de tabaco?, me contó cómo se conocieron sus padres. Él era oficial del Ejército y ella, militante del PNV. En una manifestación, disuelta por los militares a caballo usando el sable por el lado plano a modo de porra, él cabalgaba tras ella, a quien se le ocurrió levantar la tapa de una alcantarilla. Por el agujero metió las patas el caballo, herido desmontó el jinete y corrió tras la insurrecta hasta cogerla cerca de una portal. «Y se casaron», contaba Alberto dejándote con la sorpresa y la intriga de qué sucedió entre el incidente y la boda, entre el militar español y la nacionalista vasca. Añadía que su madre siempre servía a su padre el último en la mesa. «Eres el único maqueto que come aquí», se justificaba su progenitora ante sus hijos por esa costumbre. Alberto era físico de carrera y periodista de vocación. Llegó a dirigir los Servicios Informativos de TVE y RNE.

Pasear con él para beber de sus conocimientos era lento y provechoso. A cualquier persona que se acercaba a pedir limosna le daba. Sacaba su anticuado monedero y no dejaba a nadie sin una donación. Lucas 6:30.

Otro de los vecinos que teníamos en El Rotativo era un director de cine francés, Gilbert Rigaud. Los días dos de mayo poníamos carteles que hacía un cura de la redacción: «Virgen de Atocha, dame un trabuco para matar franceses y mamelucos». Gilbert entraba con sus casi dos metros de altura, era imponente, cogía el cartel y se lo llevaba para ponerlo en su despacho bien visible.

El caso es que un día, nuestro vecino del norte se dirigió a mí diciendo: «Mira, yo celebro cada año el 14 de julio y lo hago solo. ¿Querrías celebrarlo conmigo?», me pedía en ese español perfecto con acento galo casi de película. A mí el 14 de julio me importaba un rábano, más bien me parecía el inicio del terror en Francia, al que sucedió el gran terror que acabó llevándose a sus realizadores, Danton y Robespierre, por citar a los más encumbrados.

Me caían bien los chicos de la Vendée pero Gilbert me caía mejor. Así que me puse a celebrar el 14 de julio durante nueve años con él, hasta que retornó a Francia. Muchas veces el lugar de la celebración era una cervecería alemana que había en la madrileña plaza de los Cubos. Allí estábamos los dos levantando nuestras cervezas alemanas en un local germano mientras brindábamos por la república francesa, una e indivisible. De hecho me introdujo en el canto de la Marsellesa, la larga del capitán Rouget, no la versión corta de ahora. Y heme ahí desafinando a voz en grito:

«Aux armes, citoyens,/ Formez vos bataillons,/ Marchons, marchons!/ Qu'un sang impur/ Abreuve nos sillons!»

Yo cantando en galo, yo que solo sabía decir en francés «laissez faire, laissez passer» y que opinaba que ese idioma, fuera de la Galia, solo se habla en África y rincones de Canadá.

Hablábamos de Brasillach, Drieu y Céline, de Maurras y Malraux. Cuando Gilbert me mencionaba la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, le contestaba, con el coraje que presta la cerveza Spaten, que eso es algo que ocurrió dos semanas después de que se retirase el Ejército alemán. Me miraba con furia, agitaba su cuerpo inmenso y ese antiguo sargento de cazadores de la República francesa gritaba a este antiguo legionario español con su acento característico, señalándome con sus manos enormes: «¡Mentira, mentira! Solo fue una semana después de que se retirase la Wehrmacht». Desde luego sentido el humor no le faltaba.