Fernández Cuesta y Pilar Primo de Rivera en la recepción de la Granja.

Asistentes uniformados a una de las recepciones de la Granja de San Ildefonso con motivo del 18 de julio

Crónicas castizas

Los ligoteos de un general de Brigada en la era del Innombrable

El general Emilio, hombre goloso y viudo, lo mismo tomaba las de Villadiego en un baño del edificio Capitol que se entregaba a la Parca en casa de una amiga

Emilio S. T. era general de Brigada; empezó en Infantería y acabó en Intervención militar. Una vez al año le tocaba ir a la Granja de San Ildefonso, a la cena temprana con que el innombrable Jefe del Estado celebraba el 18 de julio, día del Alzamiento, antes de la reinstauración borbónica. Al ágape asistían unas dos mil personas, entre políticos, militares, funcionarios, jerarcas, obispos, diplomáticos, ignotos y famosos.

No era raro ver por allí a Lola Flores, la Faraona, Mónica Randall o al humorista Gila, de quien bien decía Jaime Campmany que su biografía había sido su mejor gag de humor. Su aireado exilio de España, olvidadas sus actuaciones ante el innombrable Generalísimo, tenía más que ver con su bigamia y la bancarrota de su empresa que por una especial inquina al Fuero de los Españoles o al del Trabajo.

Allí, en esas fiestas oficiales de la Granja, disfrutaron en una o varias ocasiones gigantes de la música como Víctor Manuel, que le había dedicado una canción a Franco, Marisol, Massiel, Imperio Argentina, Concha Piquer, Juanita Reina, Juanito Valderrama, Sara Montiel, Rocío Dúrcal, Manolo Escobar, Julio Iglesias, Raphael

El caso es que el general Emilio se quedaba siempre sin postre y era muy goloso. Lo frugal del innombrable y su rapidez legionaria comiendo, hacía que recogieran las viandas cuando el anfitrión del evento terminaba. Como a nuestro hombre le servían detrás de los capitanes generales, tenientes generales, almirantes, generales de división, curas, jerarcas del Movimiento, etc. Emilio se quedaba sin terminar de cenar porque tenía por delante uniformes caquis, azules, guerreras blancas, fracs, uniformes diplomáticos, sotanas…

Como era viudo, al salir de la Granja, Emilio se iba al bar que había al pie del edificio Carrión, también llamado Capitol, ese del anuncio de Schweppes, en la madrileña plaza de Callao, donde se tomaba un café y algún dulce junto con su hija.

Por necesidades fisiológicas ligeras pero perentorias acudió a los servicios del establecimiento, vestido con su uniforme de gala y todas las condecoraciones que se había ganado, entonces no las regalaban, y ocupó uno de los urinarios. Imaginen a un general de esa guisa. Cuál sería su sorpresa cuando estaba con las manos en la masa y se le acercó insinuante otro hombre que le propuso relaciones urgentes y homosexuales. Le faltó tiempo a Emilio para poner pies en polvorosa.

Al salir del baño apresuradamente y contar la anécdota, su hija le preguntó qué le había contestado a su cortejador y nuestro general dijo que nada, se había quedado estupefacto y sólo se le ocurrió salir disparado de allí, dejando atrás a su pretendiente, quizá seducido por la parafernalia guerrera más que por la esbeltez de Emilio.

Pasó el tiempo. El general, hombre al fin y al cabo y viudo como dijimos, se echó una amiga con la que iba a tomar café en casa de ella tras comer Emilio en el hogar de su hija, con su yerno y su nieto, hoy catedrático universitario.

Llegó un día que el teléfono sonó en casa de la hija de Emilio y la amiga con derechos del general hizo saber compungida a su familia que Emilio había muerto en su casa, en el lecho por más señas, y, para evitar un escándalo, sería conveniente que fueran a recogerle de forma discreta y, de paso, la señora se quitaba al muerto de encima. Su yerno, también oficial del Ejército y un buen amigo suyo acompañados por el nieto acudieron a la dirección que les dio la interesada, que tampoco estaba demasiado lejos pero llevaron un coche para no ir paseando con un cadáver por la calle que la gente es muy rara y se mosquea con dos de pipas. Entre los tres, tras los saludos protocolarios a la dama recién descubierta, no era momento de montar una escena, llevaron el cuerpo de Emilio al coche y volvieron a su casa, donde le tendieron en una cama y procedieron a llamar a un médico para que certificase la dulce defunción del general.

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