Vagabundo en la calle PalmaG.M.D.

Crónicas Castizas

Los seres invisibles del camino

No le doy nada porque voy demasiado deprisa, a paso de carga, para recorrer los últimos cientos de metros para llegar al tajo

Por las mañanas, todavía a oscuras, emprendo una caminata de tres cuartos de hora que me lleva al puesto que tengo allí, en la universidad, a paso legionario. Es todo el ejercicio que hago cada día, ida a paso rápida y vuelta, más relajada.

En el camino de ida coincido con gente, poca por las horas, de la que nunca sabré nada. Es como eso de los dos barcos que se cruzan en la noche y todas esas zarandajas que escribía P. G. Wodehouse. Pero en mi trayecto diario hay personas que marcan la diferencia. Son casi invisibles, casi.

Uno de ellos es él, siempre se sienta en el mismo sitio, en la esquina de la calle Isaac Peral con Fernández de los Ríos. El hombre apenas ocupa espacio junto a la pared, sus ropas oscuras le siluetean sobre el fondo gris de la piedra, sentado sobre una caja de cartón con una bolsa verde de un supermercado al lado, que presumo reúne sus pocas cosas. Lleva la cabeza cubierta con un gorro de lana ajado. Su indumentaria, en general, conoció mejores tiempos y hace mucho de eso.

A veces, las más, no le doy nada porque voy demasiado deprisa, a paso de carga, para recorrer los últimos cientos de metros para llegar al tajo. Otras veces porque no llevo suelto y mi cicatera caridad se reduce a unas monedas, pocas, nada de billetes que sigo traduciendo a pesetas como buen decrépito nacido en el siglo pasado, ese de las dos guerras mundiales. El hecho es que vacío el cerillero del pantalón vaquero, otros dicen que es el bolsillo del reloj, que es donde meto los cobres y los níqueles o de lo que está hecha ahora la calderilla. Dudo un instante, no sé si entregarle las monedas en mano o echárselas en el recipiente que tiene a sus pies. Opto por la que me parece menos personal. Y las echo en el vaso de plástico, salpican gotas de color marrón: era su café con leche. Así me estrené en esta nueva relación.

Superado el trauma de revalidar mi estupidez, durante varios días posteriores estuve tentado y a punto de cambiar de acera en mi trayecto para evitar al testigo de mi idiocia. Recapacité pensando que no podía pagar él por mi error y retomé mi ruta acostumbrada. Aunque él ya tenía otro vaso, ahora vacío, a sus pies. Curado de espantos, ahora le doy las monedas en mano, una mano áspera por el trabajo de toda una vida que ignoro, una mano que se abre sorprendida al contacto con la mía. Da las gracias con un acento prestado por la cazalla o por una cuna lejana de un país ignoto. Tampoco es que mi oído sea el de Pimentel.

Me mira con sus ojos azules, glaucos, y su mirada me recuerda a la mendiga loca que recorre los bulevares madrileños, de la glorieta de Bilbao a la de Alonso Martínez, cargada con sus bolsas anárquicas, farfullando incoherencias con su voz afilada y con el vestido deshilachado flotando al aire porque cada vez hay menos cuerpo que cubrir. Ella también tiene los ojos claros, azules, aunque idos, en un rostro devastado que en un tiempo acaso fue bello. Los dos, ella y él, fuman cuando pueden y aceptan cigarrillos y comida. Hace mucho tiempo que dejaron de ser jóvenes. Yo también.

Ambos son extranjeros de sí mismos, forasteros en una sociedad en la que no han encajado y a la que no culpo ni tampoco a ellos, porque no les ha dejado o porque no han querido, extranjeros de sus propias vidas. Susurran las gracias con el mismo acento, grave en el hombre impasible, más agudo en la peregrina de los bulevares. No se conocen entre ellos, su nexo de unión es la intersección con mi camino.

Y me pregunto qué hace Dios por ellos y, como en la vieja historia archiconocida, el Señor me contesta: «Te creé a ti».