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Crónicas castizas

Ana, la de los tristes destinos

Tuvo un idilio adúltero, con una fogosidad impropia de la cuarentena, y terminó fugándose con un apuesto legionario tatuado de largas patillas

En la corrala de la calle Embajadores vivía la tía Ana. Le gustaba desayunar de pie, un café y algo de pan duro del día anterior ablandado al mojarlo en la taza. Fumaba como una vampiresa, con la mirada perdida, en silencio, muy despacio, sin tirar la ceniza que iba conquistando el blanco del pitillo hasta casi llegar al filtro. Disfrutaba mucho de sus cigarrillos.

Su marido era muy pesado, de esos tíos irritantes llenos de manías que imponía a su alrededor; odiaba el tabaco, así que para ella fumar era una forma de rebelión y de quitarse de en medio a aquel ser infumable. Apenas recordaba qué fue lo que les llevó al altar.

Ana tuvo un idilio adúltero, con una fogosidad impropia de la cuarentena, y terminó fugándose con un apuesto legionario tatuado de largas patillas

Ana tuvo un idilio adúltero, con una fogosidad impropia de la cuarentena, y terminó fugándose con un apuesto legionario tatuado de largas patillas, una historia de pasión que duró hasta que la pareja llegó a Melilla y Ana supo entonces que estaba casado y no solo con la muerte, había también varias criaturas. No le quedó más remedio que regresar a Madrid cuando el dinero de las joyas empeñadas se acabó y empezó a dar tumbos que sabía cómo acabarían y no quiso.

Cuando volvió a casa, su marido la acogió de nuevo, la llenó de reproches a voces y en silencio y dedicó su vida a dominarla. Por las mañanas, cada día, ella tenía que llevarle un orinal y Ana le tenía que sacar el falo para que orinara porque él no quería tocárselo, tenía que ser ella. La observaba con mirada retorcida mientras la micción llenaba la bacinilla.

El marido dictaba qué horas de televisión eran obligatorias y cuáles prohibidas, todo controlado al máximo por un sadismo frío, cotidiano, permanente

El marido dictaba qué horas de televisión eran obligatorias y cuáles prohibidas, todo controlado al máximo por un sadismo frío, cotidiano, permanente. Si Ana quería ver una serie de televisión y él consideraba que no era menester porque se gastaba luz, al precio que va, le decía: «¡Nooo!, ahora no, es la hora prohibida». Sin embargo, le imponía sentarse en el sofá junto a él a ver cuanta bazofia le gustaba, quisiera Ana o no. Ponía sus pies sucios de largas uñas sobre el regazo de ella y se los tenía que masajear.

A veces, el marido estaba solo en la cocina, el cazo de leche al fuego rebosaba espuma y se derramaba sobre los fogones de gas argelino. Entonces él chillaba: «Anaaaaaa, que la leche se está saliendo, ven a apagarla» y Ana tenía que volver a paso ligero de la alcoba o del baño para cerrar el paso de los fuegos que estaban a medio metro de su esposo que leía impertérrito la sección de Deportes del periódico.

Cuando salía de casa solo, el consorte de Ana le echaba dos vueltas a la llave de la puerta de la calle. Ella, por la ventana enrejada que da al pasillo de la corrala, pedía a las vecinas lo que necesitaba de urgencia, un litro de leche o un paquete de tabaco. Solo la del segundo derecha se compadecía, para el resto Ana era una fulana a quien su marido había admitido a pesar de los pesares. Santo varón.

El humo dibujaba en el aire tatuajes soñados en piel ajena

Y Ana fumaba de pie, con la mirada perdida en la ventana, lentamente, callada, disfrutando del veneno legal en largas bocanadas. El humo dibujaba en el aire tatuajes soñados en piel ajena.

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