Crónicas castizas
Andanzas aragonesas
No ganaron la guerra ni hicieron la revolución, siempre pendiente, unos y otros se quedaron con las ganas de las dos cosas, que, de ahí, de esa frustración, viene la ley de la Memoria Histórica
Castellote. Hace muchos años, cuando era más joven y melenudo, allá por el Jurásico central, fui al bajo Aragón a realizar tareas agrícolas como embolsar fruta, escuchando la música de José Antonio Labordeta, tarea harto trabajosa consistente en meter en una bolsa cada pieza de fruta sin separarla del árbol, para evitar picaduras de pájaros e insectos. Labor realizada a las órdenes de dos señoras talluditas, hermanas entre sí e hijas de la victoria del innombrable. Una de ellas, la señora Miravete era viuda de un tradicionalista, un boina roja apellidado Berlín que tenía con su mujer tres hijas y unas tierras en el Maestrazgo, tan carlista él, y una casa en un simpático pueblo aragonés llamado Castellote, al que antaño cantó La Bullonera y donde hoy viven diez personas.
Iba yo zascandileando por allí y hablando con los más viejos del pueblo, esos que liaban cigarrillos con una sola mano, que aún se acordaban de cuando pasaron por allí los anarcosindicalistas de la CNT-FAI que constituyeron medio millar de colectividades en menos de tres meses impuestas manu militari por las columnas procedentes de Barcelona bajo el mando de García Oliver, Gregorio Jover y Antonio Ortiz, que iban colectivizando fusil en ristre las tierras que cruzaban sus hordas, quemando iglesias, matando y de paso se llevaban algunas gallinas y también algún guarro.
Su lema era la revolución en la guerra, pero he ahí, decían los ancianos del pueblo, que tras ellos pasaban milicianos armados bajo la disciplina del Partido Comunista que terminaban inmediatamente con las colectivizaciones, porque su lema era primero ganar la guerra y después la revolución, que es lo que era lo que mandaba el padrecito Stalin. Esos comunistas también se llevaban las gallinas y algún cerdo como los ácratas. Que no sé si también lo mandaba el Kremlin o era de cosecha propia.
Pregunté a esos viejos de boina, parda por el uso, y cigarrillos liados con calma y sin pausa que a quiénes preferían: a los anarquistas o a los comunistas. La respuesta unánime fue: a nadie, por su afición a fusilar tan insalubre. El caso es que ni ganaron la guerra, al menos entonces, ni hicieron la revolución, siempre pendiente, unos y otros se quedaron con las ganas de las dos cosas, que, de ahí, de esa frustración, viene la ley de la Memoria Histórica. La columna de Buenaventura Durruti entró en crisis y la cosa fue a peor cuando su jefe comprobó que las enfermedades venéreas le causaban más bajas a sus subordinados que los fascistas y mandó fusilar a las trabajadoras del amor, también conocidas por otros nombres más sonoros, que acompañaban a sus tropas en sus tropelías.
Más acá de la Historia con mayúsculas, en la mía con minúsculas, como el pueblo no era precisamente una juerga, a pesar de su castillo templario, para combatir el aburrimiento del estío le pregunté al alcalde si había biblioteca y me contestó que sí y le pedí si podría hacerme socio, y el bonachón edil me llevó a la ignorada casona que la albergaba, un edificio poco frecuentado, me dio las llaves de la misma y me mandó que se las devolviera cuando acabara mi estancia en el pueblo. Algo idéntico me ocurriría años después en La Legión.
Como no solo de libros vive el hombre, también me dediqué a otras actividades nocturnas más divertidas en las que jugábamos con los pies descalzos con las dos propietarias, ellas no, que ignoraban nuestra picaresca, y con sus hijas y sobrinas. No piensen mal, descalzas, sí, pero para pasarnos entre los dedos de los pies las cartas necesarias para ganar las partidas, con la complicidad de la hija pequeña para barrer los duros que había sobre la mesa y que valían mucho menos que el rato de diversión de las propietarias y por supuesto el nuestro. Tampoco es que hubiera muchos sitios para gastar el dinero.
Las andanzas aragonesas acabarían en una comisaría de Huesca tiempo después en compañía de dos estudiantes de Medicina: Carolo y Raúl, un amigo del barrio, Félix, un inspector de mano larga y un comisario que lucía en la solapa una solitaria estrella de alférez sobre fondo negro y un juez riéndose con mi declaración. Pero esa es otra historia.