La fábrica de Armas dio a cada obrero una casa, con jardín, huerto y tallerArchivo Maestros Espaderos

Crónicas castizas

Muros blancos, cielos azules

Roberto, no justamente ese día, me enseñó a pelar cardos para saborearlos, y a desgranar las abundantes espigas de trigo que doraban entonces los campos escoltadas por las amapolas: rojo y gualda en Castilla

Llegaba el tiempo de las vacaciones de verano, cuando las golondrinas vuelan a la caza bajo el cielo absoluto de la imperial Castilla, en la cuesta paradigmática del Cristo de la Luz en Toledo. En esos largos días mis tías se pegaban por mí. Sí, sí, pero porque me apalancara en otra casa que no fuera la suya y es que yo era realmente muy travieso, y todavía no se habían inventado eso del trastorno de déficit de atención ni la hiperactividad para tener una base científica para explicar mi gamberrismo.

Al final acababa siempre en casa de mi tía Chon, la hermana mayor de mi madre, casada con mi tío Agapito, un hombre serio y recto como su bigote, más de izquierdas que el grifo del agua caliente, pero que no dejaba de sacar, ni por todo el oro de la catedral, un paso religioso sobre sus hombros y los de sus hijos, en la abigarrada Semana Santa toledana. Agapito era carpintero en la fábrica de armas de Toledo y, como todos los obreros de esa fábrica de castellana, recibía una casa con un jardín frontal, un huerto con un par de árboles frutales y un taller de carpintería que hacía mis delicias, como las de cualquier niño, cuando me bajaba de la higuera.

El poblado obrero lo constituían viviendas gratuitas para los trabajadores, una idea del general Juan Mas del Ribero, padre de mi tío Pepe y director de la Fábrica de Armas entre 1938 y 1950. El poblado era una sucesión de casas bajas con muros encalados en blanco rodeados por otro mayor también blanco. Tanta blancura me inspiró un día, mientras se encalaba la pared. Al lado del cubo de cal había una niña morena con los brazos y piernas tostados por el sol implacable de Toledo en verano, e iba vestida de un blanco impoluto, y algo dentro de mí me dijo que tenía que blanquearla del todo, y así lo hice. Eso elevó mi ya terrible fama de niño peligroso en la calle Maestros Espaderos del poblado obrero de Toledo.

El autor con el coronel José Mas, hijo del creador del poblado obreroGM

Mis tíos tenían tres hijos que llevaron en su momento a hombros el ataúd de mi madre: Roberto, Choni, una guapa zagala, Eugenio y Félix, una gran cabeza, quien será un anarquista, un hombre resoluto que le gustaba escribir y tenía clientes que no le pagaban, por eso conocían su resolución.

Eugenio tenía mala suerte, le tocó hacer el servicio militar en África, en la policía del Sáhara, donde dormía con la pistola bajo la almohada por la fea costumbre que tenían sus hombres de degollar a sus jefes e irse con el armamento. Eugenio fue quien me llamó un día aciago para decirme sin contemplaciones que mi madre había muerto. Roberto estaba en la Organización Juvenil Española (OJE) y había hecho el servicio militar en la Brigada Paracaidista, era el más próximo a mi edad, y por eso salimos juntos a los Montes de Toledo. Si él estaba en la OJE, yo formaba parte de los exploradores o scouts. Ambas organizaciones rivales y en competencia. Además de nuestras mochilas ese día llevábamos un pollo crudo para comer, mala idea, no lo hagan.

Cansados de andar quisimos almorzar. Roberto hizo una fogata al estilo de la OJE que no sirvió ni para calentar el pollo. Entre risas y bromas recurrí a la experiencia scout para hacer un fuego al modo de los exploradores, que resultó ser tan inútil como el anterior ante el fuerte viento que barría los montes de Toledo en esos momentos y frustraba cruel nuestras intenciones.

Finalmente al borde de la desesperación, porque mi primo y yo éramos dos zampabollos, juntamos nuestros botiquines, empapamos el pollo crudo en alcohol y le prendimos fuego. El pollo se quedó al decir de la mítica frase de Robert Duvall en Apocalipsis Now: «Quiero mi carne cruda, cruda pero no fría». En realidad hubo un retroceso en el tiempo y el espacio y acabamos siendo dos hombres de las cavernas despedazando el pollo e intentando comérnoslo crudo sin demasiado éxito y con mucho asco.

Roberto, no justamente ese día, me enseñó a pelar cardos para saborearlos, y a desgranar las abundantes espigas de trigo que doraban entonces los campos escoltadas por las amapolas: rojo y gualda en Castilla.