Asistentes a las cenas, entre ellos el veterano corresponsal Vicente Talón

Asistentes a las cenas de la Luna Llena, entre ellos el veterano corresponsal Vicente TalónGustavo Morales

Crónicas Castizas

Al rico helado de cebolla

Cuando pasábamos de los sólidos a los líquidos, nuestras canciones eran generosas en volumen y entusiasmo pero muy poco en armonía. Una de esas noches, quizá por las protestas de los vecinos, la hermandad de la Legión estaba cerrada y no atendieron a nuestra reserva ese viernes ni los siguientes. Y tuvimos que asentar nuestros reales en otro restaurante cercano.

Éramos jóvenes y entusiastas. Teníamos la tradición de organizar cenas las noches de Luna llena, muchas tendrían lugar en la hermandad de la Legión, en los locales que tiene en Madrid próximos al Palacio de Oriente. Allí hacía guardar las forma un cabo con trinchas y bigote que también atendía el bazar. El cabo canoso y delgado como un Quijote, el 20 de septiembre, durante el festejo multitudinario de celebración del aniversario fundacional del Tercio de Extranjeros, nos iba señalando a los que llevaban más parafernalia legionaria y nos informaba con rigor y mala leche que no habían estado en la Legión en su vida, si acaso la mili en los boy scouts o en Automovilismo.

hermandad legionaria en Madrid.

Hermandad legionaria en Madrid.

Durante esas cenas ocupábamos una larga mesa de madera rústica bendecidos por la buena voluntad de la jefa de cocina y cocinera que veía incrementados así el número de sus clientes, que no eran pocos pero al ser los precios más baratos apenas dejaban beneficios.

La cena no era complicada, ni nosotros, exceptuando a Antonio, demasiado pijos para el yantar. Con buena voluntad dábamos cuenta de los víveres hasta llegar a la parte líquida de la cena, cuando comenzábamos a entonar canciones que cortaban la noche. Los asistentes éramos variopintos, pero no heterogéneos: un arquitecto, que era el único que cantaba casi bien; un peón guapo e instruido, que acabó de líder sindical; un empresario que decía que la única forma de vivir bien era hacerlo por encima de tus posibilidades, el emprendedor tenía tipo de jugador de rugby y el corazón no le cabía en el pecho, de eso murió; un veterinario, que mostraba a sus clientes jocoso diversos frascos de medicamentos y les preguntaba socarrón: ¿a usted qué le parece? ¿Le ponemos el del líquido verde o el azul, provocando la lógica zozobra de cuantos no entendían su sentido del humor madrileño, que eran legión.

Otro comensal descendía de un par de Francia y de un grande de España, nosotros le llamábamos El Crápula y las destilerías le deben mucho.

Alguien nos dijo que éramos el nuevo Camelot pero menos real y más imperial, al menos en la actitud.

También asistía este cronista que lo cuenta. Y cuando pasábamos de los sólidos a los líquidos nuestras canciones eran generosas en volumen y entusiasmo, pero muy poco en armonía. Una de esas noches, quizá por las protestas de los vecinos, también militares, la Hermandad de la Legión estaba cerrada y no atendieron a nuestra reserva del viernes. No atendieron a nuestra reserva ese viernes ni los siguientes y tuvimos que asentar nuestros reales e irnos a otro restaurante cercano. Atendidos por un camarero que era auténtico, hay que decir que el hombre, como Unamuno, pensaba que la mejor regla nemotécnica era una buena libreta que portaba en una de sus manos sin garabatearla apenas. El profesional, al llegar la hora de los postres, perdida para nosotros la tradición del coro cantarín por el cambio de local, el camarero se deshizo con verbo rápido y claro en una larga lista de ofertas disponibles a nuestra voluntad. Al pedirle que me dijera cuáles eran las opciones de helados contestó con una catarata de sabores: chocolate, naranja, nata, limón, pistacho, leche merengada, caramelo... Y yo le interrumpí preguntándole si tenían helado de cebolla. Impertérrito, replicó que sí y se fue sin preguntas ni aclaraciones. Al cabo de un buen rato me trajo un plato donde campeaba media cebolla cortada en trocitos minúsculos, pero manteniendo su forma de cúpula, cubierta por nata y sirope de chocolate. Y como guinda, una guinda encima de todo. Bueno el caso es que me trajeron lo que yo había pedido; habían vacilado al vacilón, touché, y a lo hecho, pecho. Y la palabra no se pierde. Lógicamente, di buena cuenta de aquella cebolla helada, con aquellos ingredientes que tan poco maridaban. Al preguntarme poco después el mesero si me había gustado, le contesté con voz neutra y sin aspavientos que estaba realmente asqueroso. Pero sin hacer ningún gesto de desagrado. Cuando llegó la dolorosa, la nota vamos, y la repasamos, pues éramos una gran tropa con algunos escaqueados, vi que entre los postres no estaba el helado de cebolla. Y le señalé al camarero que se les había olvidado incluirlo en la factura. El coime, ni corto ni perezoso, me adujo que no lo habían cobrado como pago a mis derechos de autor, dado que, como lo había inventado yo, y estaban seguros de que iban a ganar mucho dinero con ese sabor de helado, pues me lo perdonaban y se quedaban con el invento para servirlo a sus futuros clientes que suponían abundantes, remató el mozo.

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