Mujer enlutadaGustavo Morales

Crónicas castizas

Una memoria histórica rústica

La guerra civil había rozado al pueblo y aunque por fortuna no le dio de lleno, le salpicó de esa sangre siempre roja, que sale de venas siempre azules

Era una mujer adusta, la vida no había sido rosa para ella ni era una barbie. Parió 14 hijos y sobrevivieron ocho. Durante los embarazos que la acompañaron casi toda su vida siguió trajinando en el calor sofocante del horno de la tahona mientras su hombre armaba ataúdes en la carpintería próxima, donde se echaba la siesta sin inquietarse, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, no era un dicho sino un hecho vital para el matrimonio. Cada uno de la pareja se ocupaba de un extremo de la vida.

La guerra civil había rozado al pueblo y aunque por fortuna no le dio de lleno, le salpicó de esa sangre siempre roja, que sale de venas siempre azules. Era un tiempo, en esa tierra, de pan y ataúdes, de transformar harina y madera para vivos y muertos. Y no siempre había pan y no siempre había madera, con lo que los finados tenían que conformarse con un sudario de tela, normalmente banderas que entonces había muchas.

Era un tiempo, de pan y ataúdes, de transformar harina y madera para vivos y muertos. Y no siempre había pan ni había madera, con lo que los finados tenían que conformarse con un sudario de tela

Su padre había sobrevivido de milagro porque el pueblo cambió caprichosamente de manos varias veces. Cuando llegaron los rebeldes no fusilaron a su padre, aunque tentados estuvieron, porque era el socialista del pueblo y de ello había hecho gala. Se salvó al ser además el sacristán de la parroquia, pero le pegaron una paliza por rojillo. Cuando retomaron el pueblo las milicias gubernamentales del Frente Popular pusieron al cura de la iglesia en el paredón y no para encalarlo y a él le perdonaron porque tenía el carnet del Partido Socialista y le conocían en la comarca, pero le calentaron la cara a mano limpia y otras partes con las culatas de los fusiles Mauser hasta dejarlo baldado. «¡Malditos sacristanes!». Poco le faltó para que le dieran el paseo sus compañeros.

Tenía el hombre un camión con el que viajaba por España, de acá para allá, y traía lo que hacía falta en el pueblo, de todo. Una vez trajo telas que las mujeres deshilacharon con mano apresurada por la escasez de hilos. Lo que le envenenaba la sangre era que le requisaron el dichoso camión pero no para transportar tropas o víveres o dar paseos a los fascistas. Su camión requisado se quedó en una finca próxima, podía otearlo, haciendo exclusivamente funciones de palo de gallinero: « ¡Maldita sea su estampa!».

Al mirarlo no podía evitar que una sonrisa diera a luz en su rostro, recordando la noche cuando se la jugó y sacó del pueblo en ese camión, precisamente, al médico haciéndole pasar por su primo dormido en el control anarquista de la CNT, donde comentaron de pasada que sus manos no estaban encallecidas, evitándole al doctor una saturnosis, ya saben, envenenamiento por plomo. Esa manía de fusilar a los médicos no es sana.

El caso es que llegado su tiempo, su padre, el sacristán socialista, pudo entregarla ante el altar vestida de blanco, estrenando también cura nuevo, a un carpintero fogoso que hacía féretros por dinero y bancas labradas con relieves por afición y arte.

La guerra pasó y ella siguió preñándose de hijos que perdía sin quejas audibles, acaso una arruga más en su frente labrada: hambre, enfermedad y carencia de medicinas y de sanidad, quien lo sabe, aunque a ella le dio por pensar, confusa por el dolor que iba deshumanizándola, que era porque no les nombraba al bautizarlos con el santo del día de su nacimiento.

La guerra pasó y ella siguió preñándose de hijos que perdía sin quejas audibles, acaso una arruga más en su frente labrada

Pasaron los años, cada vez más apresurados, y los vástagos que sobrevivieron, de nombres peculiares: Tiburcia, Sabina, Hortensia, Dativo, Máximo, Áurea… tuvieron hijos, nietos que miraban con temor a la abuela lejana y siempre enlutada, y rehuían entrar en su cuarto en la casa del pueblo. Las nietas ya opinaban que las chicas yeyé eran algo ya antiguo y su abuela les parecía aún más, del Pleistoceno.

Nadie recordaba que jamás una sonrisa iluminara su cara siempre fruncida mientras que sí estaba pronta para el pescozón y rauda para el comentario hiriente. Una nieta que anunció un bombo se quedó de piedra cuando al recibir su abuela la noticia agostó la alegría en su entorno con un puñado de palabras hirientes de balde: «por guarra, por bajarte las bragas».

Conforme pasó el tiempo paulatinamente todos marcharon del pueblo ayuno de expectativas y se instalaron lejos. Entonces se la repartían por meses en casas de hijos y de hijas, ella fue prudente con los yernos y cáustica con las nueras. El feminismo no era lo suyo. Se le refinó el paladar y era difícil complacerla en la mesa. A la par se le descarrió el olfato, o más bien lo ignoró, cuando se hizo evidente a lo largo y ancho de toda la familia que ella no mantenía relación alguna con la ducha o la bañera, esa modernidad inaceptable, y no la iban a llevar al Duero cada día como en su mocedad, cuando aún olía a pan recién hecho y a hembra lozana. Tiempos perdidos.