Crónicas castizas
Adelaida, cuando la bondad se hizo mujer y habitó en la calle del Pez
Lola era una fruta terrenal, voluptuosa y expansiva a la que seguían las miradas de admiración tanto de las chicas como de los hombres, y de envidia de algunas mujeres tras su paso ondulante anunciado por el taconeo firme de alguien ajena a la bulimia
Ade tenía una buena estatura, cara de buena persona y dos hermanos espléndidos en lo físico, y en lo moral, parecían hechos para compensarse mutuamente: Juan y Lola. Lola hacía honor al exotismo fogoso de su nombre. Era una fruta terrenal, voluptuosa y expansiva a la que seguían las miradas de admiración tanto de las chicas como de los hombres, y de envidia de algunas mujeres tras su paso ondulante anunciado por el taconeo firme de alguien ajena a la bulimia.
Juan, en cambio, el recto y disciplinado hermano siempre quiso vestir de caqui. Aunque ahora el travieso destino le envolviera en uniforme color garbanzo, el de los Regulares. También hacía volverse a las cabezas, entonces más damas que caballeros, con paso largo y marcial, los hombros anchos llenando la guerrera, los brazos fuertes. Quizás demasiado. No estaba hecho para el devaneo, le irritaba. La única conquista que se permitía era la de las posiciones enemigas en los ejercicios tácticos y no tenía más colecciones que de bayonetas. Era un tirador excelente. Y así lo había demostrado en el casino militar más de una vez. Competían con él, pero siempre era una apuesta perdida, aunque no se regodeaba en el triunfo, pero su cara durante unos instantes denotaba la satisfacción de la victoria.
Ade, la hermana mayor, fue víctima de la militancia de la Transición que le robó el tiempo y le hizo dejar la carrera de Psicología a medias, como a tantos otros soñadores de los años 70 y 80.
Cuando la causa lo requería, ¡ay la causa!, empeñaba Ade en el Monte de Piedad de Madrid las joyas heredadas de su familia, antaño influyente, venida a menos, tuvieron un ministro de Exteriores. Y así la Jefatura provincial de Madrid del partido salía del bache que cada vez eran más abundantes y profundos. Acaso más adelante pudiera recuperarlas para volver a repetir la pignoración.
Con otros camaradas Ade montó una imprenta, negocio redondo para un partido pobre y optimista que así reducía sus gastos de propaganda, daba trabajo a algunos militantes y tenía una fuente de ingresos. Le pusieron el nombre de las míticas minas de plata mexicanas, Zacatecas.
Cansada de mancharse de tinta y cortarse con resmas de papel, con el tiempo, Ade cambió de oficio y de opinión, se fue a vivir a la sierra pobre de Madrid a una casa prefabricada, que habitó de perros y de cabras con las que hacía un queso excelente al decir de los entendidos, todos amigos suyos, al que llamó igual que a su caballo Cacerolo. También así llamó, lo suyo no era poner nombres a las cosas, al restaurante que tuvo un tiempo, porque Ade guisaba muy bien y tenía una tía que llevaba el catering de la Zarzuela y le enseñaba cosas nuevas. Al final lo vendió y se centró en los quesos.
Ade era una buena persona y un refugio general de almas perdidas para gentes que de todas partes venían y disfrutaban de plato, techo y lecho, también de oídos pacientes donde verter sus cuitas. Y algo de emoción nocturna cuando Ade preguntaba entre bromas y veras saliendo del bar ¿cuál de las dos líneas continuas de la carretera comarcal era la buena? ¿Y cuál la de la borrachera?
Durante una guardia, Juan, con su gorra roja de Regulares que hoy cuelga de mi pared, registró los bajos de un vehículo que entraba en el cuartel. Al agacharse para pasar el espejo, quiso la mala suerte que su pistola reglamentaria, escasa de seguros fiables, de la marca que había presentado la oferta más barata, cayera al suelo y se disparase la bala que había en la recámara, entrándole a Juan por abajo y recorriendo el cuerpo entero hasta salir por la espalda. El médico militar dijo que era un tiro mortal de necesidad y que, si la agonía se prolongaba, como lo hizo, se debía al magnífico estado físico del sargento Botas. Las marcas del dolor anidaron en la frente y las ojeras de Ade.
No fue un caso único, aunque sí el peor, para amargar a Ade, al igual que la política, entonces las drogas también transitaron devastando a la juventud española y recalaron entre sus amistades y las de todos, secuestrando cuerpos y almas de amigas muy próximas, aunque sin romper a Ade. Una de ellas, también impresora, era una chica menuda y valiente a la que llamaban «la paraca» porque se había tirado en paracaídas de algún avión y dado alguna vuelta en un parapente. Ella misma contaba, provocando la risa fácil y abierta de Ade, que si no hubiera sido la única mujer en el aparato, al mirar hacia abajo, hubiera pasado gustosa de saltar, pero lo era y por ello saltó.
Es raro que de lo mucho que se puede decir sobre Ade todo sea bueno excepto el gusto que tenía para elegir novios, pero nadie es perfecto.