Karl Marx y Friedrich Engels, autores de El Manifiesto Comunista

Karl Marx y Friedrich Engels, autores de El Manifiesto Comunista

Crónicas castizas

Un faccioso pasea a Marx por Vallecas

Me pidió que fuera a la agrupación del PCE de Vallecas a darles una charla básica sobre marxismo a las juventudes. Lo sorprendente de la idea vino acompañado con el ruego personal de que no desvelara mi pensamiento político, que de sobra conocía

Arturo, rubio y con rizos al modo de Garfunkel, era compañero de Facultad, de esa de infinitas escaleras, en que todos los tramos llevan al bar, lindaba con el Palacio de la Moncloa y molestaba a los inquilinos del mismo travestidos en casta, ignoraban los recientes que con el tiempo sus frutos políticos y sociológicos serían la muleta parlamentaria de alguno de sus efímeros habitantes, y la exiliaron, a la Facultad, a Somosaguas y desde entonces está allí vandalizada intelectual y físicamente. El viejo edificio hoy es la Escuela de Estadística, menos intimidante para los monclovitas.

En la Facultad de entonces, corrían los años ochenta delante de los grises a extinguir, en su concurrida cafetería, desde el principio de los tiempos campeaban sobre los feos baldosines dos murales en blanco y negro de Marx y Bakunin, un burgués rentista y un aristócrata ruso. Aparecieron un día carteles manufacturados en apoyo a los matones de ETA, que la afición de los estalinistas insurgentes por ellos no es reciente, y he ahí que una de las víctimas del terror secesionista cuyo asesinato reivindicaban estos forajidos en sus pasquines era un conocido o amigo de Arturo que, indignado, se levantó con la evidente intención de quitar el cartel sin pedir permiso a sus centinelas.

Pero muchos palmeros de la banda asesina hicieron lo mismo para impedirlo y se fueron a por el rubio aprovechando la superioridad numérica. Yo no iba a dejar la cosa así olvidando una vez más el añejo consejo familiar con tono femenino de «tú no te metas en líos», y asistí a Arturo con tan buena fortuna que los mitos y las leyendas sobre los facciosos jugaron a mi favor y las hordas pensaron que venía el lobo feroz pertrechado para otra dialéctica y emprendieron una presta retirada. Arturo no dejó que se le olvidara el detalle de mi auxilio, apenas un gesto.

Por otro lado, compartimos ambos aula en muchas clases con profesores como Ludolfo Paramio. Al final de sus exposiciones inequívocamente marxistas, acostumbrados a mis frecuentes réplicas, decía el docente con cierto humor: «Ahora que hable la Sublime Puerta». Y tomaba la palabra sin apuro y les citaba otras obras del viejo Marx donde decía lo contrario que ellos acababan de propugnar. Por ejemplo, el alemán defendía que las industrias intensivas en trabajo serán más rentables que las más intensivas en capital, pero no se alteren que no les voy a dar la chapa con eso. Al menos no aquí, al menos no ahora.

Y es que no era lo mismo ir a la Facultad con veintipocos y tragarte de forma acrítica cuanto postulaban para obtener el papel para ejercer que volver a las aulas, a otra carrera, una docena de años después, con treinta y tantos, y sin necesidad y poder rebatir a los educadores con conocimiento de causa y un cierto desparpajo rebelde.

El caso es que Arturo, fervoroso militante comunista con carnet, se fijó en mí, no, para eso que están pensando se fijó en Belén, y me hizo una curiosa invitación: que fuera a la agrupación del PCE de Vallecas a darles una charla básica sobre marxismo a las juventudes. Lo sorprendente de la idea vino acompañado con el ruego personal de que no desvelara mi pensamiento político que de sobra conocía, pues habíamos hablado muchas veces al coincidir en clase y mi carpeta de estudiante cuajada de pegatinas era toda una descarada declaración política.

Acepté tanto a darles un tutorial, que se dice ahora, sobre marxismo como a no ponerme a reivindicar la patria, el pan y la justicia al menos durante la charla y no llevar mi carpeta incriminatoria. Con curiosidad entramos en la agrupación y Emilio, que me acompañaba, reprendió a los jóvenes que llenaban la sala que tirasen bolitas de papel masticado, usando un boli Bic a modo de cerbatana contra las fotos de sus líderes: Marx, Engels, Lenin y alguno más que eran incapaces de identificar correctamente. Mi amigo, jonsista intenso, les pidió respeto para sus ideólogos y que dejaran de hacerlo, cosas veredes.

Para romper el hielo soviético les pregunté a los componentes de mi público por qué eran miembros afiliados al PCE, y todos vinieron a decir lo mismo con más o menos, más bien con menos palabras: era el partido de la protesta, de la rebelión, decían. Tomé nota mental para cavilarlo después y empecé a hablar: Hegel, materialismo histórico, materialismo dialéctico, teoría de la plusvalía sin cortarme a la hora de señalar errores y alguna anécdota de la fuerte personalidad de ese alemán mantenido que pensaba que el tren de la Historia transcurriría necesariamente por las estaciones que él había predicho de forma inexorable y que se saltó inopinadamente en Rusia, Cuba, Corea del Norte, Vietnam y China y allá donde imperó siendo más un mito movilizador que una teoría científica.

La cosa fue un éxito, las preguntas muchas y diversas porque al fin se enteraron de algo, más allá de los lemas con que sustituyen a la ideología, que habían evitado contarles. También alguno hubo que me dijo que si eso era marxismo, no le gustaba nada, «a mí tampoco» se me escapó ante la mirada recriminatoria de Arturo, pero hay que saber qué apoyamos o qué criticamos, justifiqué.

Funcionó tan bien que la invitación se repitió para dar otra clase de leninismo, partido y dictadura del proletariado, ya saben, pero el mando del PCE se debió enterar, tuve mucho eco, y el día que tocaba impartirla enviaron a una especie de comisario político con más años y menos pelo, cuyas lecturas se reducían al Manifiesto Comunista y Qué hacer, con el que estuve discutiendo, él con obcecación y disciplina, yo con argumentos, y decidieron dar por finalizada mi poca ortodoxa y muy sospechosa colaboración.

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