Crónicas castizas
Cuba en azul, 1978
Supimos de un pueblo vital que grita la vida y susurra la política bajo los orwellianos carteles de Fidel Castro, en todas las esquinas, en todos los instantes
Fue en el siglo pasado. Subimos a un barco soviético, el Leonid Sobinov, que se dirigía a Cuba, al Congreso Internacional de la Juventud y los Estudiantes con trescientos comunistas y socialistas de diferentes países. Y nosotros seis, luego siete, no éramos ni lo uno ni lo otro. Estábamos Saceda, sindicalista; Vicente, el secretario de Juventudes que se marcharía a la UCD; Sandokán, que contaba cómo combatió al lado de los polisarios ante nuestra errada incredulidad; el Indio, un chaval de Barcelona para una plaza que no se llenaba («¿ir a Cuba con camisa azul? ¿estáis locos?»); el vasco Salazar y yo. En Lisboa, de polizón, se subió el inefable Javier González Alberdi, el murciano al que dimos refugio, pero fue imposible ocultar su exuberante presencia. La cosa se saldó con una pelea en que los portugueses del PCP formaron junto a la fornida marinería rusa y los italianos del PCI, con nosotros. Acabó como la Segunda Guerra Mundial, ganaron los soviéticos. No tiraron a Alberdi por la borda y hubo un intento de suicidio de una nieta de Violeta Parra. A pesar de ello la convivencia era cordial, aprendimos a jugar al ping pong y a requebrar a las camareras en ruso. Conocí a Enrique Líster hijo, que me dedicó un libro donde criticaba, con razón, el travestismo político de Santiago Carrillo. Y eso que entonces Carrillo aún era del PCE. ¿Qué diría de los de hoy?
En Cuba nos alojamos en la villa politécnica del petróleo «Mártires de Chile», en el más allá. A los del PC ruso los metieron en el mejor hotel y en el centro de la Habana.
No asistimos a muchas reuniones del Festival Internacional pues apoyamos una propuesta para condenar el hegemonismo soviético a la par que el imperialismo norteamericano y nos dijeron que no hacía falta que volviéramos a las sesiones. Nuestra ausencia no produjo depresión alguna por ambas partes.
Nos perdimos por las calles habaneras, aprendimos lo que eran los Comités de Defensa de la Revolución, las porterías espías al modo del Madrid frentepopulista. Conocimos mujeres que estaban divorciadas con 19 años. Supimos de un pueblo vital que grita la vida y susurra la política bajo los orwellianos carteles de Fidel Castro, en todas las esquinas, en todos los instantes. En 1978 el turismo no anegaba Cuba; la mayor parte de los barcos que fondeaban en el puerto de la Habana estaban roñosos y lucían el martillo y la hoz.
El desfile
Las delegaciones desfilaron en un gran estadio, desde cuya tribuna saludaba Fidel Castro con Santiago Carrillo y otros líderes comunistas presidiendo. Todos uniformados, bueno, casi todos. Entraban los holandeses montados en bicicleta, graciosamente conjuntados con sombreros de paja; los soviéticos de gris y amarillo; negros e indígenas estadounidenses también tras su enseña nacional; italianos, argentinos, chilenos... rompiendo el orden la delegación española era un arco iris de camisetas, pantalones cortos y largos, banderas de España y republicanas, de todas las autonomías, rojas, negras y rojinegras.
Cuando entró la delegación yugoslava, que por evidente orden lo hizo después de nosotros, ya incorporados a las gradas, aunque lejos de Castro y de Carrillo, la presidencia dejó de aplaudir de forma ostentosa. Siete chicos nos pusimos en pie y ovacionamos ferozmente en un estadio en silencio ante el paso de los disidentes yugoslavos. Éstos nos invitaron con frecuencia durante la estancia en Cuba y propusieron que una delegación nuestra visitara Belgrado. La cosa quedará en agua de borrajas porque el partido se fue al garete, primero el nuestro y después el suyo con más jarana.
El comandante
Fidel Castro, el Comandante, vino a saludar y se paró sorprendido al vernos a media docena de camisa azul. Le hice el saludo íbero y me estrechó la mano cordialmente: «Sé lo que sois». Me indicó que mirase la librería de la casa museo del Ché. Lo hice y en ella estaban unas obras completas de José Antonio, dedicadas por Antonio D. Olano al propio Fidel. Tempo después supe que un profesor jesuita, Armando Llorente, había acercado al Comandante a José Antonio, quien afirmó de su mejor alumno: «Conmigo cantó el Cara al sol veinte mil veces y con el brazo en alto».
Luego vendría el desembarco del Granma. La lucha en la sierra. La ruptura de la invisibilidad en sus encuentros con periodistas. La presencia en el presente en los combates contra el gobierno de Batista y la entrada en La Habana en 1959, Fidel con el fusil en alto y un rosario anudado en su antebrazo. Después llegó la arremetida de Estados Unidos en Playa Girón y la realpolitik, volviéndose hacia la Unión Soviética.
Las banderas rojinegras se convirtieron en estandartes rojos. Entonces Fidel se bajó de Rocinante y tomó la mula de Sancho Panza. Olvidó que había dicho de su hermano Raúl «no vale para nada», y sucumbió a los encantos de Moscú. Remedando al mejicano podemos decir, «pobre Cuba, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos».
La censura
El viaje se cerró con una anécdota. Chema Múgica, sobrino de Enrique Múgica, escribió una carta a su tío y la recibió mi padre. A la par, Múgica recibió la mía. La coincidencia en las cartas era un comentario: 1984 de Orwell. La censura no era muy puntillosa y se liaba algo con los sobres.