Crónicas castizas
Y me volvieron a rajar
Te vas cuando te autoriza una cirujana rusa con un lazo asombroso en la cabeza. Tú te llevas una tubería de plástico en la aorta, una válvula de titanio en el corazón y el temor de volver a empezar
Ya conté en su momento, en estas mismas páginas, que un día de febrero sufrí un ataque, fue en la primavera pasada. Por lo que me han dicho parece ser que el término científico de dicho accidente vascular es jamacuco: 'le dio un jamacuco'. En el que mi aorta decidió abandonar nuestro proyecto sugestivo y de vida en común, pero gracias a las oraciones, especialmente de niños y de pecadores –¿y de algún justo?– pude superarlo. Pero entré en la maquinaria de la cirugía cardiaca, donde les faltó tiempo para apuntarme a la lista de futuras víctimas de sus habilidades. Y ahí va esta historia.
El caso es que un cirujano cardíaco muy serio, usando la estadística esa que decía el ministro inglés Disraeli, que hay tres tipos de mentiras: las mentiras, las sucias mentiras y las estadísticas. Me dijo, el cirujano, no el ministro, claramente que si me operaba tenía un porcentaje de posibilidades de vivir algo más que si no pasaba por el quirófano, que reducía esas posibilidades casi al cien por cien. El caso es que tras un tiempo de espera que se me hizo largo comencé a compartir mi habitación hospitalaria con otras víctimas de la cirugía cardiaca, antes de saber que alguna enfermera nos llamaba con razón cara de acelga. No le faltaba razón. Evidentemente, con esas perspectivas no parecíamos el cocherito Leré, a menos que sea el nombre de una empresa de pompas fúnebres.
Un joven cirujano se pasaba por las habitaciones compartidas, impartiéndonos doctrina respecto a nuestros casos y haciendo bailar ante nuestros ojos autorizaciones que firmábamos casi en barbecho, sin haberlas leído apenas. Que venían a decir que si nos moríamos ya sabíamos a qué nos arriesgábamos. Incluso si no nos moríamos, «haber elegido susto».
Días después nos reencontrábamos por los pasillos marcados por las distancias que habían de recorrer. Iban cargados con la bolsa de su orina y un aparato electrónico que se descargaba constantemente, y que servía para avisar a las enfermeras si el corazón hacía algo que no debía. El debate que manteníamos con el joven cirujano era si optar por una válvula biológica, habitualmente de cerdo, o una mecánica. Pero la biológica exigía una renovación cada x años a la que yo no estaba dispuesto. En realidad, la decisión no era nuestra, sino de los propios cirujanos, que veían su conveniencia en el momento mismo de la intervención.
Al llegar el momento te llevaban con cama y todo al quirófano superpoblado donde te rodeaban, lo que yo entendía como docenas de minions, que desarticulaban la mesa del quirófano y le sacaban un brazo como de guitarra donde te ataban. Suponía yo, que no me lo explicaron, que era para evitar hacer movimientos bruscos o inesperados durante la operación. Por fin cubren con una máscara tu boca y tu nariz. Y te ordenan respirar en profundidad para así encontrar el alivio de la anestesia. Mientras los Minions te rodeaban y se hacían cargo de tu cuerpo buscas en vano, con los últimos restos de lucidez, caras conocidas entre los cirujanos, antes de que todo se vuelva oscuro, y seguirá así, todavía no lo sabes, durante 11 horas. Solo interrumpidas porque te despiertan ante el temor de que estés sufriendo un ictus. Lo comprueban y te devuelven a los brazos de Morfeo.
Poco después veo acercarse a una doctora pálida, con una bolsa de sangre. ¿Es para mí?, pregunto, y no puedo evitar bromear: «Soy testigo de Jehová». Todo se detiene un instante infinito hasta que aclaras que es una broma y sonríen de mala manera. El humor me sirve para superar el tiempo más largo y amargo de mi vida, un tiempo detenido para mí, mientras todos se afanan a mi alrededor desde las ocho de la mañana hasta pasadas las 7 de la tarde, con periodos de lucidez dolorosa y delirios de alivio. Hasta que pasas a la UVI y la humanidad de la enfermera que te toca te devuelve al género humano. Estás lleno de líquidos, tienes una vía central que te sale del cuello, de donde también parte una cicatriz que hiende tu pecho. De nuevo el esternón partido otra vez, cosido con alambres usando unos alicates brillantes y caros, pero alicates a la postre.
Dicen que tienes que deshacerte de esos líquidos que sobran. Para ello una enfermera te pone una sonda sin hacerte daño. Pero no puedes evitar ser otra vez tú mismo y le dices mientras te trastea el pene: «Para ser nuestra primera cita creo que estamos llegando demasiado lejos». Se ríe. Nos relajamos. E inserta el tubo. Voy perdiendo líquidos y también peso. Hasta que tras uno de los análisis de siempre me dicen que tengo anemia.
Las vías las van cambiando. Otra enfermera fracasa varias veces, más por culpa de mis torturadas venas que de su ineficacia. Pero no puedo evitar un rapto de cólera contenida que me hace pedir sin vocear, pero con firmeza insultante que venga el listo. Y hago oídos sordos a los argumentos que despliega y vuelvo a repetir lo de «que venga el listo», el que sabe hacerlo. Ya tengo flebitis en ambas manos.
Pero todo se acaba.
Lo mejor es que conoces gente, auxiliares cultos con sentido del humor en la séptima planta, una enfermera que ese día acaba la carrera, a Teresa con su implante siempre de buen humor, dos chicas que te rasuran del cuello al tobillo de las que te irás acordando cuando te salga el vello… y te vas cuando te autoriza una cirujana rusa con un lazo asombroso en la cabeza. Tú te llevas una tubería de plástico en la aorta, una válvula de titanio en el corazón y el temor de volver a empezar.